La cólera haitiana
por Nelson Gustavo Specchia
.
.
.
.
.
En el último informe sobre desarrollo humano, difundido este año tras la exhaustiva investigación del Banco Mundial, se confirmó un dato que los analistas políticos y económicos internacionales venían sosteniendo como hipótesis hace algún tiempo: América latina es la región más desigual del planeta. Hay países y regiones más pobres que la nuestra en la larga y pormenorizada lista de la organización multilateral, pero ninguna donde las desigualdades entre los sectores que detentan la riqueza y los estratos que tienen poco o nada, la distancia entre los mayores y los menos ingresos, sea tan grande como en América latina. Y de esa vergonzante injusticia política y social, la herida más profunda y más notoria es, recurrentemente, Haití.
En estos días, una imparable epidemia de cólera se extiende por las tierras haitianas, las víctimas mortales ya superaron el listón de los mil cadáveres; los hospitalizados se acercan a los veinte mil; y las organizaciones sanitarias advierten que, si no media una acción regional conjunta para detener la pandemia, ésta no parará hasta infringir unas diez mil muertes.
Además, a pesar del relativo aislamiento insular de Haití, como una venganza de los humillados y de los olvidados, la isla ha comenzado a exportar el cólera, y esta semana se detectaron los primeros casos en República Dominicana. Inclusive, para dar todavía una vuelta de rosca más a la ironía, desde las costas del país ubicado en el vagón de cola de las listas de las organizaciones internacionales, la enfermedad ha logrado cruzar las aguas del Caribe, y la cólera haitiana ha llegado hasta los Estados Unidos.
EL PECADO DE LA RIQUEZA
Hace algunos años me encontraba trabajando en República Dominicana, en unas misiones de cooperación internacional, y aproveché la oportunidad para cruzar la frontera con Haití en varias oportunidades, para relacionarme con colegas, profesores e investigadores universitarios especialmente dedicados a estudiar el caso haitiano, uno de los extremos más sui generis de nuestros tan particulares desarrollos sociopolíticos latinoamericanos. En Santo Domingo, un querido colega me explicaba su versión sobre el drama de la otra mitad de la isla: para él, el “pecado original” de Haití fue su riqueza y su osadía, y la soledad a la que lo abandonaron sus vecinos. Sobre las dos primeras se cebó el poder de los grandes, la tercera sigue siendo un lastre que la región arrastra.
Porque Haití se rebeló temprano y fuerte. Era en las tierras americanas una de las colonias más ricas, la joya de la corona francesa en el nuevo mundo. Contra el rey de Francia se alzó en 1804, y quebró las cadenas coloniales. Fue el primer país de América latina en cortar esas cadenas –y el segundo en todo el continente, tras la emancipación de las colonias norteamericanas del trono británico-. Pero, además, la revolución haitiana fue una novedad mundial, porque se alimentó de una filosofía igualitarista y una lucha abolicionista que venía fraguando desde la última década del siglo XVIII, y que tras la independencia convirtió a la vieja Isla La Española en una república independiente, rica económicamente –tanto en recursos naturales como en valor agregado-, y con una nueva ciudadanía proveniente, con apenas matices, de una situación de esclavitud.
Más del 90 por ciento de la población haitiana al momento de la independencia provenía del África subsahariana. Aquella revolución, por eso, pasó a las páginas de los libros de historia y de ciencia política como la primera experiencia social en que la rebelión de esclavos produce la emancipación, la independencia política, la creación de un nuevo Estado, y la abolición de un sistema de explotación humana. En América latina, fue en Haití donde nació la libertad política y la igualdad social. Era un símbolo demasiado importante para que los poderes fácticos no tomaran nota de ello.
Y tomaron nota. Una burguesía acriollada fue paulatinamente haciéndose cargo de los resortes económicos del país, y antes de que éste cumpliera su primer siglo, el ejército de los Estados Unidos invadía formalmente el territorio, y se hacía cargo de los resortes políticos en forma directa. Washington sólo dejó la administración del país caribeño cuando estuvo seguro de que la gestión de su gobierno recaería en manos seguras. En plena guerra fría, y con el ejército norteamericano ocupando los cuarteles haitianos, comenzó la dictadura de los Duvalier, Francois –“Papá Doc”- y su hijo Jean-Claude –“Bebé Doc”-. Cuando un golpe militar terminó con la dictadura, a fines de los años ochenta, ya no quedaban ni rastros de aquel ímpetu revolucionario e igualitarista. Tampoco quedaba nada, o casi nada, de aquella riqueza que hacía brillar a la isla en la corte de París. Haití ya era un sumidero social, cultural y político.
Y mientras era expoliado por una oligarquía criolla y por la fuerza de una potencia extranjera, descendiendo año a año en los indicadores de las listas de desarrollo y calidad institucional de todos los organismos internacionales, los países de la región miraron hacia otro lado. Hubo que esperar hasta que la degradación tocara fondo. En 2004, cuando la mezcla de pobreza, hambre, miseria, violencia, todos los tipos posibles de escases y el vacío de poder ubicaran al país al borde del abismo, para que los Cascos Azules de las Naciones Unidas se hicieran cargo de la situación.
LAS PLAGAS DE EGIPTO
Pero frente a una sociedad desarticulada metódica y sistemáticamente durante doscientos años, la misión de la ONU podía hacer poco, inclusive con la voluntad del Brasil de Lula da Silva, involucrándose y tomando la responsabilidad de la conducción de la misión; o del envío de contingentes y recursos importantes, como los dispuestos por la Argentina durante la presidencia de Néstor Kirchner.
Y como en una maldición bíblica, sobre ese golpeado y sufrido pueblo se han encarnizado también los elementos naturales. En enero de este año un terremoto de magnitud 7.0 en la escala de Richter desarticuló los pocos servicios públicos que aún quedaban en pié, barrió con las chabolas de frágil construcción y enterró bajo su furia a unas 250.000 personas (aunque dada la debilidad estadística, es probable que fueran muchas más). Unos tres millones de haitianos quedaron más desamparados de lo que estaban, y hasta el Palacio Presidencial, una de las pocas construcciones en material de los años de gloria, se partió en mil pedazos.
A principios de este mes de noviembre, el huracán Thomas volvió a agravar la situación sanitaria, devastando los campamentos de tiendas, donde los desplazados por el sismo de enero buscaban algún tipo de cobijo. Los vientos, provenientes de la vecina isla de Santa Lucía, castigaron Haití con torrentes de agua y ráfagas de 130 kilómetros por hora durante todo un fin de semana. El huracán provocó inundaciones, aisló diferentes zonas del país adonde ninguna ayuda pudo llegar, desplazamientos y deslaves de tierra, y crecidas de ríos. Unos ríos que se usan al mismo tiempo para proveerse de agua de consumo, y de depósito de detritos. La epidemia de cólera tenía, así, todos los elementos para prosperar.
El brote de cólera, aparecido a mediados de octubre tras más de un siglo sin tener presencia en Haití, vuelve a traer la atención internacional sobre la isla. Hasta ahora, el último balance de las oficinas sanitarias registran 1.110 muertos, más de 18.000 enfermos hospitalizados, y la propia Organización Panamericana de la Salud (OPS) estima que, de no intervenir de forma efectiva la ayuda internacional, esas cifras se multiplicarán indefectiblemente. El cólera podría afectar a unas 200.000 personas y provocar miles de muertos en los próximos seis meses. La actual tasa de mortalidad se ubica entre el 4 y el 5 por ciento, de mantenerse ese indicador, la OPS admite que causaría, cuando menos, unos 10.000 muertos.
Si con estas perspectivas la región vuelve a repetir el error histórico de abandonar a Haití a su suerte, será muy difícil hacer creíble, a futuro, cualquier discurso sobre la importancia de la integración política de América latina.
.
.
nelson.specchia@gmail.com
.
.