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Presentación de «Tierra y Libertad», fundación Hillel (02 11 11)

Fundación Hillel Córdoba
La Metro, miércoles 2 de noviembre de 2011

Presentación de “Tierra y Libertad”,

de Ken Loach

por Nelson G. Specchia

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Buenas tardes.

Es un placer estar con ustedes aquí esta noche, disfrutando de buen cine, y seguramente de un buen diálogo, en esta iniciativa de la Fundación Hillel de Córdoba, este ciclo de películas que, además del placer estético, nos despiertan interrogantes sobre las condiciones de convivencia con los demás; este ciclo que sus organizadores han denominado muy ajustadamente “El exterminio del otro”, y aprovecho para agradecer la deferencia de Luciano Griboff al invitarme a sumarme a esta actividad.

Muy ajustadamente, digo, porque precisamente de eso se trata, ese es el contexto del tema en general, y a través de un relato que es al mismo tiempo social y heroico, sentimental y moral, intimista y comunitario, también el tema de la película que acabamos de ver: anular al otro, y con él, al radical cuestionamiento que ese “otro” me impone a mí mismo, ante la negativa de la comprensión y del entendimiento. Una negativa, además, que ciertamente tiene elementos externos que la apoyan, pero que básicamente parte de una decisión subjetiva, interna: la decisión de no entender al otro, de no aceptar su diferencia y de no hacer el intento de convivir con ella es, precisamente, eso, una decisión.

Por eso al buscar, al indagar las causas de esos desencuentros extremos que terminan disparando el exterminio del otro, no hay que perder de vista este elemento, esta carga de subjetividad, de voluntad, de decisión personal, grupal, comunitaria –social, en definitiva- que está en el origen de la acumulación de condiciones que van a terminar desencadenando las tragedias del exterminio. No hay que perderlas de vista, digo, porque al ser subjetivas, productos de la voluntad, se puede trabajar sobre ellas, para cambiarlas, para modificar ese rumbo que, de ninguna manera, es inexorable.

La convivencia y la tolerancia son productos de la cultura, son conquistas de la cultura. Su sostenimiento y manutención, también. Por lo tanto, no podemos caer en el simplismo de achacarle su pérdida, cuando ocurre, solamente a condicionamientos externos, imposibles de controlar mediante la acción volitiva, tanto personal como del colectivo social. No: si se disminuyen, o inclusive se llegan a perder, esos niveles de convivencia y de tolerancia de las diferentes “otredades” que integran un agregado social en un tiempo y en un espacio determinado, la mayor responsabilidad no será de imposiciones forzadas desde fuera del colectivo social, sino a rigideces e incapacidades de la propia cultura, de la propia utilización de las herramientas, de los usos y costumbres de ese colectivo que todos integramos, para haber sostenido y defendido la legítima existencia del “otro”, con su radical carga de cuestionamientos a nuestra segura, cómoda y tranquila identidad.

Por esos solapamientos de la historia, esa partida de dados que a veces se juega en el tablero en el que vivimos, hoy los diarios traen la noticia del fallecimiento –ayer- de Fanny Jabcovsky, a sus jóvenes cien años. Fanny era cordobesa, había nacido en nuestra ciudad en febrero de 1911. De joven, dicen, era una belleza de mujer, inclusive seguía siendo una belleza arrugada y chiquita cuando ya soportaba un siglo sobre sus hombros. Fanny adoptó el apellido de su marido, Edelman, y con apenas 20 años se fue a España, a luchar por la República, en las Brigadas Internacionales contra el golpe de Estado encabezado por el general Francisco Franco, que había conducido a la Guerra Civil. Así que podemos ponerle su cara a uno de esos personajes ficticios que acabamos de ver en la película “Tierra y liberad” hace algunos minutos. Fanny fue una de esas jóvenes, bellas y llenas de vida, que lo dejaron todo y se cruzaron medio mundo para ir a jugarse la vida (y, en muchísimos casos, a perderla) en los páramos españoles, por un ideal político, por un ideal social, y por un ideal personal.

Esos ideales, como lo atestigua el arte (la poesía, las canciones republicanas, las decenas y decenas de novelas sobre esos trágicos años, o el cine, como la cinta de Ken Loach que acabamos de ver) estaban llenos de conceptos como igualdad, justicia, verdad, legalidad, lucha contra la opresión, oposición al fascismo, oposición a la concentración económica en pocas manos, fraternidad entre los hombres, comunitarismo, integración, respeto, horizontalidad… una larga, generosa y profunda lista de intenciones que, en su conjunto, prácticamente parecen reflejar la cara más amable del género humano. Lo mejor de lo que somos, o de lo que podríamos llega a ser.

Pero, paradojas de paradojas, esa gentil proposición de justicia y de verdad, se expresaba con un fusil en la mano, se expresaba matando. O sea, se articulaba exterminando al otro, no integrándolo.

Y aquí, a mi criterio, se encuentra uno de los hallazgos de la cinta de Loach. Porque utiliza, para mostrar esta paradoja, no el lugar más habitual y recurrido del enfrentamiento entre la resistencia –popular y anárquica- de los simpatizantes republicanos con las fuerzas –ordenadas y disciplinadas- del golpismo franquista, sino que se interna en un terreno mucho más pedregoso y antipático. Pero que por eso mismo también es más provocador para invitarnos a reflexionar sobre la voluntad de entendimiento y de aceptación del “otro”, como radical cuestionamiento de nosotros mismos. Ken Loach se mete con las intolerancias al interior de uno de los bandos. Del bando “bueno”, por lo demás. Y eso provoca una picazón tremenda, porque era el bando que esgrimía –y que encontraba su justificación- en aquella generosa y profunda lista de hermosas intenciones.

La Guerra Civil española debe ser uno de los acontecimientos bélicos, políticos y sociales más relevados y novelados de la historia contemporánea. Prácticamente no hay escritor peninsular (o, inclusive, entre los descendientes de aquella generación fuera de España) que no se vea impelido, en algún momento de su carrera, a escribir una página donde la Guerra Civil no se roce, aunque sea tangencialmente. Yo mismo lo he hecho en alguno de mis libros. Y cuando estuve viviendo allá, y tomé conciencia de este fenómeno, hice una pequeña investigación personal (nada rigurosa metodológicamente, por cierto, pero ilustrativa): intenté encontrar a alguien que no se viera a sí mismo ligado, de alguna manera, con la Guerra Civil. Y no lo encontré. Todos, independiente de su generación, condición social, procedencia geográfica, etcétera, pueden hacer alguna ligazón (directa, o familiar, o de amigos, o de conocidos cercanos) con algún evento relacionado con la Guerra Civil y con su consecuencia más rotunda: los cuarenta años de dictadura franquista, que se extendió hasta la muerte del generalísimo, en 1975.

En otra película (“Solos en la madrugada”, de José Luis Garci, de 1978), el personaje de locutor radiofónico que encarna José Sacristán se propone, y le propone a su audiencia, superar los debates que empantanaban en ese momento la Transición, y embarcarse de lleno en un nuevo proyecto de sociedad, en la España del futuro, porque, decía “no podemos perdernos los próximos 40 años hablando de los últimos 40 años”. Sin embargo, se equivocaba, o al menos su personaje era demasiado optimista. Porque la Guerra Civil ha sido tan tremenda, y su continuación en la Dictadura ha marcado tan en profundidad la cultura, que los españoles siguen hasta el día de hoy discutiendo y hablando de aquellos cuarenta años en que el “exterminio del otro” se hizo realidad, a pesar de los 36 años que lleva muerto Franco.

Pero es que todos los días aparece una nueva fosa común, llena de huesos de hombres, mujeres, sacerdotes, niños; cadáveres arrojados en pozos; nuevas controversias sobre la ubicación de los restos del poeta Federico García Lorca; discusiones sobre qué hacer con el faraónico mausoleo que el dictador se construyó como tumba, el Valle de los Caídos, levantado con trabajo esclavo de republicanos represaliados por el régimen. Políticamente, ni siquiera han podido terminar de consensuar un proyecto unificado de Ley de Memoria Histórica. Temas y temas de una agenda que se niega a clausurar un dolor cultural y general, porque ni un sólo español puede desentender de una relación personal –directa o indirecta, más cercana o más lejana- con el relato de aquel proyecto de exterminio.

Termino recuperando aquella idea inicial: el exterminio del otro, la negación de la radical “otredad” que su presencia simultánea a la nuestra nos impone, no es un fact, no es un designio histórico predestinado, sino un rumbo que es posible torcer. La cultura de la paz es una construcción inter-generacional, y trans-generacional. Una construcción de pasos cortos, de sumatoria de acciones pequeñas, acotadas pero permanentes, que faciliten y mantengan lubricados los canales de diálogo. De todos los diálogos.

Como esta ocasión, de reunirnos esta noche a hablar de una película.

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Twitter:   @nspecchia

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Muchas gracias.

El exterminio del otro, según K. Loach

 

 

 

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Twitter:  @nspecchia

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salió «DESDE ABAJO» – Disponible en todas las librerías de Córdoba

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Luciano Paná Tronca – Carolina Riveros – Nadia Picco – Francisco Victoria – Milagro Badano – Lucía de la Vega – Mariana Garione – María Cecilia Allés – Patricio Bastos – Irina Belotti – Julieta Chavero – Raúl Ignacio Romanutti – Carolina Atdjián – Matías Barberis Rami – Daniela Litvachkes – Yamal Layús – Mariana Pussetto – Melissa Ratti – Franco Cravero Fabrizzi – Micaela Rambaudo – Agustina Salas – María Florencia Soto – Sofía Garzón – Guillermina Gutnisky – Natalia Lamberti – Lorena Neo Romero – Erika Saccucci – José Lencina – Jabes Zanetti Fontaine – Nahuel Patiño – Martín Quiroz – Ariel Sebastián Tcach – Antonella Barinzoni – Rocío Caverzasi

CONSULTAS Y PEDIDOS:

EDUCC – Editorial de la Universidad Católica de Córdoba

Obispo Trejo 323, (5000) Córdoba. Teléfono (351) 421-9000

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Presentación del libro de Ramón J. Cárcano (16 09 11)

 Presentación del libro

“De los hijos adulterinos, incestuosos y sacrílegos”

de Ramón J. Cárcano

por Nelson Gustavo Specchia

Feria del Libro de Córdoba, viernes 16 de septiembre de 2011

 
Buenas tardes.

Yo quisiera comenzar esta presentación del libro de don Ramón J. Cárcano, “De los hijos adulterinos, incestuosos y sacrílegos”, su tesis de doctorado en derecho en la Universidad de Córdoba, con una referencia a los editores, a la feliz coincidencia de que la recuperación de un trabajo académico como este, pionero en su momento en el trazado de líneas igualitarias en el tratamiento civil normativo hacia las personas, un trabajo académico, además, que no quedó atrapado en los silenciosos pasillos del claustro y limitado a los muros de las bibliotecas y de los gabinetes de investigación de los expertos y de los profesores de la disciplina, sino que salió a la calle, alcanzó a la gente y a sus concretas situaciones de vida, sirvió de fundamento para debates de fondo sobre las maneras de concebir y de plantear la convivencia social desde ese particular lugar hermenéutico, desde esa perspectiva interpretativa de la aceptación de las diferencias, de las radicales otredades, en la igualación normativa propia de un Estado republicano y democrático de derecho.

Feliz coincidencia, digo, que el rescate de un documento académico que en su momento tuvo proyecciones sociales tan concretas venga de la mano de una coedición entre las empresas editoras de dos universidades grandes de nuestra ciudad, la editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, y la editorial de la Universidad Católica de Córdoba, y que sea este su primer trabajo, su primer aventura conjunta, de la que, seguramente –y así lo esperamos- será una larga y fructífera avenida de colaboración entre ambas.

Cuando fundamos la Educc, la Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, en 2002 (pronto cumplirá sus primeros diez años), desde ese primer momento nos imaginamos la posibilidad de plantear líneas de cooperación interuniversitaria. Poco tiempo después, cuando una nueva gestión en el rectorado de ambas Universidades habilitó un diálogo más frecuente, una mayor cercanía, aquel esbozo de proyecto comenzó a hacerse más palpable. Recuerdo que la señora rectora de la Universidad Nacional de Córdoba nos contó de los avances en su idea de recrear la editorial de la UNC. Si no me falla la memoria, estábamos en el aeropuerto, esperando la llegada de don Ricardo Lagos, el ex presidente chileno al que ambas Casas habían acordado, en este tiempo de mayor cercanía al que aludo, concederle los respectivos doctorados honoris causa. Me alegró mucho lo avanzado que la profesora Scotto tenía aquel proyecto, y le dije que, de la misma manera que estábamos concretando juntos un acto académico tan importante desde lo simbólico, como el doctorado a don Ricardo Lagos, yo tenía la esperanza de que en breve también pudiéramos publicar libros juntos. Y Carolina Scotto me dijo “no tendrás que esperar mucho, lo haremos más temprano que tarde”.

Entonces yo quiero hacer un reconocimiento a ese camino proyectado y que aquí comienza su andadura, mucho más temprano que tarde. La realización de esa idea común, de esa expectativa común, que con este trabajo –también tan simbólico desde su génesis académica, desde su perspectiva igualitaria y desde esa intervención social en el debate cordobés de su tiempo- se ve concretada. Por eso mis felicitaciones, en las personas de Diego Tatián, director de la editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, y Carla Slek, directora de la Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, por este producto, indispensable para la recuperación de una porción sustantiva de la construcción de la memoria histórica de los procesos políticos locales, y al mismo tiempo un libro que viene a probar que la cooperación interuniversitaria entre nuestras instituciones sólo puede generar contribuciones de calidad, para el aprovechamiento de las respectivas comunidades académicas, pero no solamente, sino también para el entorno social y cultural donde ellas se ubican y al que responsablemente deben atender.

Del libro de Cárcano, con ese título que lo ubica tan claramente en su tiempo (aunque no lo ancla en él), la tesis doctoral defendida en 1884, quisiera remarcar el cuidado de la presentación de esta edición. No solamente es un libro necesario para nuestra contemporaneidad, como acabo de decir, sino que también es un libro bello. Y un libro muy bien armado, pensado –desde la edición- en lectores plurales.

El ensayo introductorio de la profesora Marcela B. González, de unas cuarenta páginas, logra en su brevedad contextualizar pormenorizadamente la situación política y social en la que se dio la lectura y defensa de la tesis de Cárcano, cuya dimensión simbólica –por aquella perspectiva que mencionaba antes desde la cual se presentan los argumentos del contenido- fue determinante para comprender las fuerzas que pugnaban y que resistían el proceso de modernización de las instituciones y de las instancias decisorias de aquella Córdoba de fines del siglo XIX.

El ensayo de Marcela González logra mostrar cómo este documento académico vino a contribuir con la definición de la contienda ideológica que el liberalismo, comprometido en ese momento con el proceso de modernización del Estado y de la vida política, chocaba con un “catolicismo reticente a ese proceso, amparado en la línea política adoptada por las máximas autoridades de la iglesia” a través del magisterio papal.

Aquella vieja y tan tradicional incidencia del clero en la determinación de las líneas directrices de la política cordobesa, una rémora cuasi colonial, que de pronto vio en los postulados argumentativos del jurista Cárcano sobre el tratamiento y las taxonomías civiles a los hijos, el frente donde había que batallar para frenar esas tendencias modernizadoras y mantener, al mismo tiempo, una situación de control y de privilegios que se asumían como derechos adquiridos.

No hay que aguzar demasiado la imaginación para tender líneas comparativas con algunos procesos que nos toca vivir en nuestros días, como el relativamente reciente debate en torno a la aprobación del matrimonio igualitario en el Congreso de la Nación, y las cartas y comunicaciones giradas a parte de la grey católica por los más altos dignatarios de la iglesia; o también las posiciones que se tensan en estos momentos en relación a una normativa que atienda, en forma particular, a la identidad de género.

Ramón J. Cárcano era un hombre de ideas mesuradas y de una práctica religiosa habitual; pero también era consciente que el escrito que había elucubrado traería cola, lo admite en esta cita: “La cuestión académica se convierte en una lucha política y religiosa, intelectual y social, vigorosa y apasionada, que en el fondo encierra una renovación de ideas y valores personales.”

No se equivocaba. Los postulados de su tesis, este libro, motivó una furibunda pastoral del vicario, monseñor Jerónimo Emiliano Clara. Carta pastoral que, tanto por su tono como por la manifiesta intención de introducir una participación corporativa por fuera de los canales institucionales del funcionamiento político constitucional, terminó empujando un conflicto con el gobierno nacional, que se saldó con el retiro del representante apostólico, y que la representación de la iglesia católica quedara vacante por más de una década. Los pormenores de este contencioso están claramente presentados en la contextualización de Marcela González, que permiten adentrarse en el texto de Cárcano con una luz que ilumina mucho más allá del hecho histórico, y permite trazar –como acabo de decir- líneas comparativas de urgente actualidad con nuestros días.

De igual manera, las “Notas a la reedición de la tesis de Cárcano”, del profesor Juan Marco Vaggione, con que se cierra el volumen, permiten ponderar y visualizar más claramente estas continuidades con dinámicas sociopolíticas contemporáneas. Vaggione se interna, en su breve ensayo, en mostrar las maneras en que el texto de Cárcano puede ser reapropiado por debates actuales en torno a las formas de regular los vínculos afectivos y sexuales, y los pone en evidencia.

Así como González nos ayudaba en las páginas introductorias a entender el contexto histórico en que aparece el texto, Vaggione, al final del mismo nos propone su utilización para echar nuevas luces sobre nuestras actuales discusiones sobre las líneas que cruzan las necesidades y capacidades normativas, los nuevos modos de vivir la sexualidad, y sus relaciones con los imperativos éticos y morales que se deducen de la práctica y prescripción religiosa, concretamente del magisterio de la iglesia católica y de sus dignatarios.

Dice Vaggione que “la distinción entre lo religioso y lo secular, entre la Iglesia y el Estado, es parte del proyecto político de la tesis” de Cárcano, y que “el tema de la relación entre derecho y religión continúa siendo un eje problemático y paradójico en la Argentina contemporánea, desde la restauración democrática.” Coincidimos con él. Y por eso, y por las razone que esgrimía al comienzo, saludamos esta edición, e invitamos a su lectura.

Muchas gracias.

 

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sígame en Twitter:   @nspecchia

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De los hijos adulterinos, incestuosos y sacrílegos, de Ramón J. Cárcano

La EDITORIAL de la UNC y la Editorial de la UCC invitan a la presentación del libro

De los hijos adulterinos, incestuosos y sacrílegos, de Ramón J. Cárcano

El próximo viernes 16 de septiembre de 2011 a las 18 horas, en la Sala de Conciertos Maestro Diehl  del Cabildo [Córdoba].
La presentación estará a cargo de Nelson Specchia, Alejandro Agüero y Eduardo Mattio; esta actividad se desarrolla en el marco de la Feria del Libro Córdoba 2011

Agradecemos la difusión de esta actividad.
Editorial de la UNC
editorial@editorial.unc.edu.ar  | info@editorial.unc.edu.ar
Pabellón Argentina. Haya de la Torre (s/n). Ciudad Universitaria
CP X5000GYA • Córdoba

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NGS en la Feria de Frankfurt

El director de la revista DICCIONARIO, Nelson-Gustavo Specchia, publicado en la antología «Thirteen Stories by Writers in Córdoba», preparada por Carlos Alberto Schilling y editada por la Secretaría de Cultura de Córdoba para la Feria de Frankfurt.

Leé más en el blog de la revista:

http://www.revistadiccionario.com/blog
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nelson.specchia@gmail.com

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Glauce Baldovin, una voz púrpura (24 06 11)

Glauce Baldovin, una voz púrpura

por Nelson Gustavo Specchia

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En la segunda mitad de los años ochenta, en una Córdoba que se despertaba –tímidamente aún- de una noche larga de horror político, en la pequeña cantina del Paseo de las Artes conocí a una mujer suave, de piel tersa, ojos grandes y un cabello enmarañado. Unos rasgos más propios de una abuela poco delicada que los de una poeta potente y feroz, como la que apareció desde dentro de ella a continuación: una voz fuerte y clara que comenzó a desgranar poemas profundos, cáusticos. Letras de dolor y de ira, de denuncia, de arrebato. Pero también de una ternura insólita, versos quebradizos, de una frágil levedad. Era Glauce Baldovín, y ya comenzaba a ser un mito. Habíamos ido a conocerla, aquella noche, asaeteados por una amiga común, Eugenia Cabral, otra grave mujer de las letras cordobesas.

Eugenia nos había advertido: Glauce tiene problemas, el alcohol le juega malas pasadas a veces y tiene sus temporadas, pero su poesía logra bajar a los infiernos y subir indemne; alguna vez ella sola será un capítulo entero de la literatura hecha en Córdoba. Y Eugenia no se equivocaba. Glauce entró y salió de neuropsiquiátricos los años que siguieron, y el alcohol y el dolor le siguieron jugando malas pasadas hasta su muerte, en 1995. Pero dejó atrás una obra grande y sólida, y sólo en parte conocida. Desde ayer, por fortuna, una parte de ese caudal poético vuelve a salir a la calle y a las nuevas horneadas de lectores. Por fortuna, digo, porque además del hecho estético inherente a un nuevo libro de poesía, la producción literaria de Glauce Baldovin se mixtura permanentemente con la historia política y de las luchas sociales cordobesas.

Una historia que aún no se ha terminado de escribir, y a la cual aquella voz potente y feroz de Glauce tiene una nota propia para aportar. Ayer, en el renovado espacio céntrico del “panal” de Rivera Indarte 55, rebautizado ahora como “Museo de las Mujeres” y abocado a impulsar diversas actividades culturales y de políticas de promoción de género, se presentó el volumen Poesía Inédita Reunida, que rescata todas las hojas sueltas y los cuadernos manuscritos de poemas que el tiempo, el dolor y la locura no le permitieron a la poeta cordobesa publicar en vida.

 VERSOS Y MILITANCIA

Glauce Baldovin había nacido en Río Cuarto, en 1928, y desde temprano entendió la creación literaria indisolublemente asociada a la militancia social y política. Un compromiso y una actitud que le trasmitió también a su hijo y que, con la tormenta autoritaria que asoló nuestra tierra en la segunda mitad del siglo pasado, a la postre tanto contribuiría con su desgracia. Pero a pesar del dolor, nunca se arrepintió de aquellas elecciones tempranas. Al final de su vida, cuando ya había puesto en paz a los fantasmas, afirmaba con aquella voz, que yo siempre asocié con el color rojo escarlata: “Sigo odiando el miedo, la culpa –decía-, sigo amando la solidaridad, el asombro y la ternura. Y también sigo firme con mis ideas”. Esas ideas eran las de un socialismo visceral, comunitarista, igualitario, distribuidor. Formalmente, se enroló en el Partido Comunista, pero lo abandonó poco después. Para 1965 había renunciado al PC y se había acercado al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), aunque la heterodoxia y la rebeldía –tan clara en sus poemas- siempre fueron más fuertes que las estructuras partidarias por las cuales intentó expresar su militancia. Así tituló, inclusive, uno de sus poemarios más conocidos, La militancia, que pone de manifiesto aquello que mencionaba arriba, sobre la permanente mixtura entre letras y expresión vital de ideas en la obra de Glauce.

La Casa de las Américas, en La Habana, le otorgó en 1972 su premio mayor, uno de los galardones más altos de las letras en nuestras tierras, precisamente por aquel libro de poemas que celebraba el compromiso y la participación política. Pero ya comenzaban a correr malos tiempos por estos lares: la poeta fue detenida durante diez días por esas ominosas “averiguaciones de antecedentes”, no se le permitió salir del país ni recoger el premio. Y unos años más tarde, en 1976, también se llevaron a su hijo, y le quebraron la vida. Poco antes de morir diría que con el secuestro y el asesinato de su hijo quedó menos de la mitad de ella misma, “fue más que el abismo, fue el infierno”. Pero siguió escribiendo, nunca dejó de escribir.

 “POESÍA INÉDITA REUNIDA”

El poeta Julio Castellanos fue uno de sus editores en Córdoba, y Baldovin publicó varios volúmenes después de los años de plomo: Poemas (1986), Libro de la soledad (1989), De los poetas (1991), Libro del amor (1993), Con los gatos el silencio (1994), Nuestra casa en el tercer mundo (1995). E inclusive Castellanos, albacea de su obra, siguió impulsando publicaciones tras su muerte. Aparecieron así Poemas crueles (1996), Libro de María – Libro de Isidro (1997), Yo Seclaud (1999), El rostro en la mano (2006), y Promesa postergada – Huésped en el Laberinto (2009). Pero aún quedaba mucho más, y el novel sello editorial “Las Nuestras”, que dirige Leandro Calle y que depende de la Secretaría de Inclusión Social y de Equidad de Género, del gobierno de Córdoba, recopiló todo ese material acabado y listo y que nunca había tenido oportunidad de llegar a los lectores. Esa es la Poesía inédita reunida que se presentó ayer en sociedad. Ahora sí tenemos a toda Glauce, una construcción literaria imprescindible para comprender cabalmente la historia local y nacional más reciente.

El proyecto tomó forma el año pasado, cuando el concurso de ensayos sobre las mujeres que hicieron historia en Córdoba, convocado por la misma secretaría provincial, puso de relevancia la obra de Glauce Baldovin en uno de los trabajos premiados. La editorial “Las Nuestras” se propuso entonces recuperar obras publicadas pero que ya no se consiguen en las librerías, y en esa búsqueda se toparon, en los archivos de Julio Castellanos y de Livia Hidalgo, con una voluminosa obra inédita, en manuscritos fechados y ordenados por la misma Baldovin antes de morir. Esos libros componen el volumen presentado ayer.

Junto con Romilio Ribero, la de Glauce Baldovin es una de las obras más originales de la poesía cordobesa contemporánea. Antes de ellos, las poéticas de Malvina Rosa Quiroga y de María Adela Domínguez habían logrado generar improntas personales, aunque sujetas a los movimientos literarios de la época. Hacia fines de los años sesenta aparece el primer poemario de Glauce, El libro de Lucía, con el que empieza a modelarse, a través de una larga –y desgarradora- carrera literaria, una de las voces más importantes de nuestra poesía. Aquel timbre escarlata que teñía los auditorios con imágenes como esta: Antes de morir / la mujer inca parida por la tierra con el don / de la tejeduría / la tejedora a quien piel y carne se le fueron / gastando / mientras más aparecían los huesecillos del dedo / falange / falangina / falangeta / más bello y perfecto / casi humano / tejía. // Antes de morir / repito para que esto quede bien prendido / en la memoria / se convirtió en esa araña gris perlado / que en las noches suele posarse en el centro / de la frente / penetrar en el cerebro / para tejer sueños con la palabra anhelada / buscada / reclamada / mendigada. // Anoche / locura / la araña tejió tu nombre en mis sesos.

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[ publicado en Hoy Día Córdoba, viernes, 24 de junio de 2011 ]

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El ambiguo encanto de lo perdurable (06 03 11)

La monarquía, el encanto de lo perdurable

Por Nelson Gustavo Specchia

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La promocionada y recientemente galardonada película “El discurso del rey”, donde Colin Firth encarna al tartamudo Jorge VI de Inglaterra, entre sus múltiples lecturas permite una que empuja a reflexionar sobre algunos de los aspectos menos evidentes de la política contemporánea.

La historia, casi una obra de teatro donde Tom Hooper dirige el duelo actoral entre Firth y el brillante Geoffrey Rush, ofrece otra muestra más de la simpatía que todavía despierta en vastos sectores populares una forma de administrar y representar los asuntos políticos, que acumula en su prosapia tanta historia como la que acumula la política en sí misma. Porque la monarquía es, en efecto, la más antigua forma de conducción de grupos humanos que encontramos en la arqueología social. En las diversas formas que ha ido asumiendo en el transcurso de los siglos, sus vestigios pueden rastrearse hasta las primeras y más elementales disposiciones organizadas de las cosas públicas. Al punto que no han sido pocos los filósofos que, durante épocas enteras, llegaron a considerarla consustancial al género humano, de la misma manera que Aristóteles consideraba a la política integrante de la definición de hombre: “zoon politikon”.

Y esa simpatía de los auditorios hacia obras que se internan en los detalles cotidianos y prosaicos de personajes vinculados a la institución monárquica, viene a ratificar que la propia institución sigue gozando de una excelente reputación simbólica y buena salud social, a pesar de los cambios de tiempo histórico, de las revoluciones, de las filosofías sobre la igualdad humana, de los procesos de laicización, de la homogeneización de las clases, de la racionalidad moderna y de todos aquellos elementos que han ido acompañando el paso de la concepción del poder como emanado de una divinidad hacia una persona escogida por su diferencia, al poder como construcción colectiva delegada en representantes electos y con mandato acotado.

Un largo camino

Y la atracción y simpatía que despiertan las figuras de los reyes, aunque ya se asuma como algo normal que casi ninguno de ellos gobierne, es aún más llamativa en sociedades con nula tradición monárquica, como las americanas. Si bien en estas tierras también la figura del conductor individual dominando el vértice de la clase política (monarca viene de la palabra griega mónos = uno) fue un fenómeno vigente en la organización previa a la conquista europea, las historias nacionales, ese imaginario común construido desde las revoluciones de independencia en adelante, tuvo una impronta fuertemente republicana y antimonárquica (los enemigos eran los súbditos de un rey, los “realistas”). Inclusive algunos intentos marginales en esa línea, como la hipótesis de implementación de una dinastía indígena en el Río de la Plata; o la introducción forzada de un rey francés en México; y hasta la aventura de construir un reino euro-mapuche en la Patagonia, no pasaron de ser proyectos quiméricos, descartados de plano por las elites y los sectores populares, precisamente en base a aquella determinante impronta republicana de los orígenes revolucionarios del Estado.

Pero ni siquiera esa ausencia de tradición en la genética política americana ha logrado opacar la encarnación de la autoridad que se expresa en la figura de un rey o de una reina. Pensamos que esa carga de auto validación de los tronos reales tiene que ver, como apuntábamos más arriba, con la perseverancia, a través de las sucesivas capas históricas, de un modo de concebir el poder al interior de un grupo humano. Dejando de lado los períodos anteriores a la historia documentada, los más ancianos registros sobre un pueblo lo constituyen las biografías de sus reyes. En los albores de la civilización occidental, en las riberas del mar Mediterráneo, la conocida como “dinastía cero”, que precedió a la unificación del Alto y el Bajo Egipto por parte del faraón Menes, se remonta al siglo XXXII a. C. Haber sobrevivido a más de cinco mil años de historia le dan a la institución monárquica, y a los hombres y mujeres que la encarnan, un aura simbólica que no deja de ser fascinante.

En paralelo a las culturas mediterráneas, las listas reales sumerias, en el Oriente próximo, y el formidable y tan longevo sistema imperial chino en el borde del este, acumulaban una carga temporal similar. Pero al corazón de Europa, donde a la postre la institución monárquica hereditaria se iba a revelar más perdurable, llega –como las lenguas- con las migraciones védicas desde el subcontinente indio, que permearon a los pueblos celtas, griegos, germanos y latinos.

El trono y el altar

Siguió luego la desarticulación del imperio romano, y los largos mil años del Medioevo tutelado por la iglesia católica, que volvió a generar otra interpretación sobre el origen metafísico del poder del monarca: una lectura similar a la antigua, pero filtrada de elementos paganos. Y entonces, con el advenimiento de la modernidad comienzan las discusiones de fondo sobre la validez de un derecho divino que avalase una autoridad humana.

Y en este período, que coincide también con los inicios de un proceso de desacralización política y de secularización en diversos órdenes sociales, es interesante ver cómo la monarquía comienza a apelar a otras dimensiones de mediación para mantener su capital simbólico. En primer lugar, se intensifica la distancia que separa al gobernante del conjunto del pueblo (tronos más altos, utilización de plataformas sobre las que se ubica el rey en las audiencias, aumento de importancia de la Corte como resorte de amortiguación con el resto del grupo).

El siguiente elemento que entra en el escenario de perpetuación de la institución es la continuidad dinástica. Para acentuar la diferencia entre la familia real y el resto de los mortales, surgen las leyendas de la “sangre azul”. La aristocracia era tan desemejante, que por pertenecer a uno de estos clanes hasta otra sangre corría por sus venas. Más tarde, ya que la sangre era especial, se le fueron agregando atributos, como las capacidades taumatúrgicas de los soberanos: curar enfermedades por el simple contacto físico con su persona (el “toque real”), ungir las frentes con aceite para traspasar poder, legislar y administrar justicia sólo con la emisión de la palabra, perdonar (la “gracia”), distribuir propiedades (“merced”), o condenar. Y todo ello rodeado de un ceremonial y un boato encargado de remarcar –y perpetuar- las especiales diferencias a cada paso.

El historiador March Bloch, en su estudio Los reyes taumaturgos (2006), profundiza en esta hipótesis que comentamos, y encuentra que este supuesto poder sanador de los monarcas, que se extiende en el imaginario popular desde fines de la edad media hasta fechas tan recientes como 1750, sirvió eficientemente para mantener un nivel de legitimación de la institución monárquica como forma de gobierno, y su perpetuación en el tiempo, sobreviviendo a los cambios de humor social y a las filosofías políticas que la cuestionaban. El profesor Bloch afirma que la persistencia de la capacidad taumatúrgica –y con ella el trono mismo- obedece a la funcionalidad social de una figura igual a todos pero al mismo tiempo diferente de todos (“primus inter pares”), que desde su capacidad de sanación termina emitiendo una señal de tranquilidad y de confianza al conjunto del pueblo. A la función sanitaria (la creencia popular era que efectivamente tocar al rey sanaba) se agrega, concluye Bloch, la serenidad que depara la lectura colectiva de que el soberano –ese ser distinto y especial- está al servicio del grupo.

La tradición británica

Y este elemento, que fue tan bien aprovechado por el reyes taumaturgos, es el que más fuertemente persiste en el sistema político inglés. La sociedad británica es una cuna permanente de tradiciones. Cualquier costumbre medianamente repetitiva salta con facilidad a la categoría de tradición, y una vez allí se mantiene y es defendida como si fuera parte inherente y estructural del estilo de vida de las Islas, como llaman a su tierra (Europa, por cierto, es “el Continente”). Y cuanto más original, en el sentido de apartarse de las prácticas comunes y estandarizados, más defendible. Desde el sombrero bombín al paraguas como bastón, desde manejar por la izquierda a utilizar un sistema de pesas y medidas diferente al decimal, desde la libra esterlina al té de las cinco en punto: casi todos los usos ingleses están avalados por el peso de la tradición.

En este marco, la monarquía es la pieza angular del andamiaje tradicional. Todo lo que rodea al trono, y a la familia Windsor que lo ocupa, es central y crítico en el Reino Unido. Y esta apreciación es, inclusive, independiente de las posturas ideológicas que se asuman en forma personal: Inglaterra es uno de los pocos sitios donde se puede ser, al mismo tiempo, un militante socialista y un fiel monárquico, sin contradicciones ni cargos de conciencia.

La historia política mediata, tanto como la más reciente, son en la sociedad británica objeto de atención destacada por el común de los ciudadanos, y en ellas el protagonismo de figuras del entorno real es inexcusable. Henrique VIII y sus seis esposas; el rompimiento del rey con el papa de Roma; el reinado virginal de Isabel I y los tablados shakesperianos; los Estuardos convertidos en Hannover, y éstos convertidos en la casa real de Sajonia-Coburgo-Gotha; los más de 60 años de la reina Victoria en el trono, con el dominio de los mares, el colonialismo, y Jack el Destripador recorriendo las calles de Londes; Jorge V y la Gran Guerra; Eduardo VIII y la pérdida del trono por amor a la divorciada norteamericana Wallis Simpson; Jorge VI, su tartamudez y la segunda Guerra Mundial; Isabel II y sus hijos díscolos; la muerte de Lady Di en una calle de París; el antipático Carlos, príncipe de Gales, casado con su amante de siempre; la futura boda del príncipe Guillermo… Los “royal”, sus biografías, características y peripecias pautan el transcurso de la vida social inglesa. Y esa centralidad en el imaginario popular se refleja tanto en la literatura, como en la televisión y en el cine.

Puro teatro

“Lo tuyo es puro teatro / falsedad bien ensayada / esmerado simulacro”, reza el bolero que canta la Lupe en una película de Almodóvar. Y a ese rol ha marginado a la monarquía el avance de la modernidad occidental. El establecimiento de sistemas republicanos, desde la Revolución Francesa de 1789, marcó la tendencia política de la contemporaneidad moderna. Las casas reales con funciones de gobierno desaparecieron paulatinamente del escenario europeo, y hoy apenas subsisten algunos casos aislados en el mundo árabe (la dinastía alauíta de Mohamed VI en Marruecos, ó la casa de Saúd en la Península Arabiga). Los Estados europeos que no expulsaron (o guillotinaron) a sus reyes, los limitaron a funciones representativas, con estrechos márgenes de actuación marcados por Constituciones democráticas.

En el Reino Unido, donde la tradición parlamentaria se había desarrollado con mucha fuerza desde tiempo atrás, el rol político reservado al monarca es mínimo: la reina “encarga” al primer ministro que forme un Ejecutivo, abre formalmente las sesiones del Parlamento con un discurso escrito por el partido mayoritario, y nombra a los Lores que ha designado el gobierno con tres golpes de una larga espada sobre los hombros del beneficiario. Y poco más. Como enseña la teoría política británica, la reina no es la “parte eficiente” del gobierno, sino la “parte digna” del sistema. O sea, no es. Pero es.

Y es una figura central porque sus súbditos, independientemente de las ideas políticas que cultiven, parecen ver en su persona la continuidad de una institución que se mantiene idéntica a sí misma, en un entorno en el que todo cambia de manera incesante. Los tronos reales, en su ficcional realidad, quizás sean el último punto fijo, la última certeza política, cuando alrededor “todo lo sólido se desvanece en el aire”, según la definición de Marshall Berman.

En “El discurso del rey”, la película desde la que partimos para estas reflexiones, el monarca británico, Jorge V, ve venir nuevamente la guerra. En la Conferencia de Múnich, en 1938, Hitler se había salido con la suya, había ocupado los Sudetes, y la invasión de Europa era sólo cuestión de tiempo. La guerra volvería a cambiarlo todo, radicalmente, y el rey sabe que en ese contexto la estabilidad y la seguridad que simboliza el trono será un elemento crítico para atravesar la tormenta. Pero no se engaña: lo nuestro es puro teatro, le dice a su tartamudo hijo. No gobernamos, no intervenimos, nadie nos pregunta nuestra opinión. Somos actores, apenas. Y ni siquiera escribimos el guión que nos toca actuar. Pero esfuérzate por hablar bien y llevarles serenidad, porque todos, todos, estarán pendientes de la obra.

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en Twitter:  @nspecchia

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Adios, Morente (17 12 10)

Adios, Morente

por Nelson Gustavo Specchia

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Cada diciembre, cuando cruzamos la curva de la quincena y apuntamos hacia el fin del año, se me da por los balances, a tono con el tiempo. Además, bajo las estrellas de Sagitario, los 17 de diciembre cumplo años, y la oportunidad alienta el ánimo de las cuentas y los balances. Estaba esta semana en esos menesteres, pensando en que más allá del luctuoso cálculo de las vidas perdidas en los conflictos, las guerras, los desastres naturales y la desidia humana, tan habituales en la agenda de los que estudiamos y analizamos la política internacional que a veces las identificamos con la propia agenda; este año, digo, además de esa triste habitualidad, tengo la sensación de que ha sido un período en el que han desaparecido algunas figuras notables, tanto de la política como de la vida cultural.

Había sentido con especial significación la muerte reciente del ex presidente Néstor Kirchner, un hombre polémico y complejo, que ocupó la primera magistratura del país en unos momentos dificilísimos, y con apenas una quinta parte de los votos, y a fuerza de política –en su sentido más amplio- y de sagacidad fue afianzándose en el espacio público nacional, hasta lograr la continuidad de su gobierno en la presidencia de la señora Cristina Fernández. Y el luctuoso listado había comenzado temprano, con el individualísimo Sandro, entre un conjunto de personalidades del mundo de la cultura que nos dejaron, como Dennis Hopper, Jean Simmons, Tony Curtis, Manuel Alexandre, Leslie Nilsen o el gran director español Luís García Berlanga. También la literatura perdió algunos pesos grandes este año 2010, como el oculto J. D. Salinger, el castellano Miguel Delibes, y el más universal de los escritores portugueses, José Saramago.

Había terminado de recapitular la lista fúnebre, haciendo votos para que este año que se acerca, con esa prontitud de los comienzos de década, nos fuera más propicio, cuando llegó la noticia de la muerte de Enrique Morente, el “cantaor” granadino de flamenco, el último de los gitanos de la vieja escuela y, al mismo tiempo, el primero en revolucionar el cante, en universalizarlo, en convertirlo en la enseña heterodoxa y universal más preciada que Andalucía le regala al mundo. Qué largo que se hace este diciembre.

QUEBRADA VOZ DEL “CANTE JONDO”

El poeta –también granadino- Federico García Lorca, en sus recopilaciones de antiguos versos andaluces, compuso y rescató las voces del “cante jondo” (el canto hondo) de esa tierra de aluvión, donde quinientos años después de las expulsiones de moros y judíos, las pieles de los andaluces  siguen siendo de un cobrizo árabe y africano; la música enhebra tradiciones de los judíos sefardíes; y la sangre de los supuestos cristianos viejos se amalgama con las generaciones de esos músicos y cantores trashumantes que, una y otra vez a lo largo de los siglos, recuperan desde lo más hondo los temas de las alegrías, los dolores, el olor del aire y del agua y de las flores del sur, para volver a fundar su tiempo y su cultura: la ciudad de los gitanos. “¡Oh ciudad de los gitanos! / ¿Quién te vio y no te recuerda? / Ciudad de dolor y almizcle, / con las torres de canela”, escribía Federico.

A esa ciudad de tránsito de generaciones y de culturas le dedicó su arte Enrique Morente, durante 46 años de carrera artística, desde que descubrió que su voz era un instrumento que lo distinguía de los demás gitanitos que, como él, se ganaban el pan como peones de zapatero o ayudantes de los talleres de los plateros de Granada. Fue, como digo, el último de una estirpe y también el primero: un continuador y un fundador. Durante sus primeros años se dedicó a estudiar concienzudamente a los flamencos históricos. Se formó con los guitarristas más clásicos y ortodoxos. Fue adquiriendo una a una todas las piezas grabadas, hasta que logró acumular la totalidad de la discografía producida y registrada del cante andaluz, desde los discos de pasta a 78 revoluciones por minuto, pasando por los vinilos, hasta los discos compactos de lectura laser.

Pero una vez que lo supo todo, que manejó todos los “palos” flamencos con la maestría de su voz, entonces dejó todo de lado y pegó el salto. Entendiendo que el cante andaluz es una herramienta también para dialogar entre culturas, incursionó en el rock, en el tango y en el blues, en el folclor y en ritmos étnicos, interpretó a Ástor Piazolla, grabó con Leonard Cohen, con bandas de rock, con Chick Corea, con Pat Metheny y con Sonic Youth. El viejo gitano se abría a la heterodoxia de los nuevos tiempos, y la audacia de su salto no tuvo más límites que seguir emocionando, con la hondura del cante, en cada “quejío”.

DE LA NADA A LA LEYENDA

Enrique Morente entró a un sanatorio por una dolencia menor, una molestia intestinal que se salvaría con una cirugía rápida. Pero la cirugía reveló un cáncer, y una segunda cirugía se complicó con hemorragias, y Enrique ya no salió de la clínica.

Había nacido en el barrio granadino del Albaicín, el de calles estrechitas y casas blancas, en una familia muy pobre y “paya” (no gitana). Después de los zapateros y los plateros, cuando la voz comenzó a destacarlo, lo llevaron al coro de la Catedral de Granada, donde pudo soltar la fuerza de su cante. A los 17 años se fue a Madrid, y comenzó su aprendizaje con los maestros flamencos. El gaditano Aurelio Sellés; luego Pepe el de la Matrona, de Triana; para finalmente recalar en la escuela del maestro Antonio Chacón. Desde allí bebió en las más fuertes tradiciones del flamenco ortodoxo, Valderrama, Pepe Marchena y el maestro Porrinas.

Pero cuando tuvo todos los instrumentos en la mano (y la impresionante colección de discos de todas las épocas), se volvió a Granada, a una casita blanca como la que había nacido. Instaló allí el estudio de grabación por el que han pasado algunos de los más grandes músicos de este tiempo. Una casa con  un patio, donde hay una fuente y una higuera viejísima; allí mezcló la vida familiar (que también estuvo siempre inundada de música: su hija mayor, Estrella Morente, es una de las artistas más destacadas de la canción española contemporánea), la experimentación con nuevas formas y melodías, y la preparación de los conciertos en colaboración. De la casa del Albaicín salieron veinte discos, auténticas joyas, que vuelven a fundar, una vez más, esa tradición centenaria del cante andaluz.

Como hombre de arte en un momento bisagra de la cultura, Enrique Morente dedicaba su tiempo a profundizar el surco grande de la música flamenca, y al día siguiente a traicionarla con la innovación y la experimentación más osada. Hoy volvía a las viejas melodías de la Niña de los Peines, a las hermanas Utrera, o a la copla; y mañana ponía “quejíos” andaluces a la música del canadiense Leonard Cohen, al bandoneón de Piazzola, o al rock de Lagartija Nick. Incorporó a los cantes la gran poesía española anterior a la Guerra Civil, especialmente a Miguel Hernández, Alberti, Luís Cernuda, los Machado y al propio Federico García Lorca; pero ya que estaba siguió con san Juan de la Cruz, Lope de Vega, fray Luis de León y llegó hasta el mismo Miguel de Cervantes.

Fui a escucharlo tantas veces como pude, en Barcelona, en Madrid, en Córdoba, en el Festival de Jazz de Vitoria; siempre sus conciertos me parecían cortos, y sólo me ilusionaba saber que también lo vería en el próximo. Hasta ahora. El 25 de diciembre Enrique Morente hubiera cumplido 68 años. Ha muerto un “cantaor”, nace una leyenda. Lo despido con los versos de Joaquín Sabina: “Ese compás que se juega la vida, / esa agujeta pinchando el vacío, / esas falsetas hurgando en la herida, / esa liturgia del escalofrío. / Esa arrogancia que pide disculpa, / ese sentarse para estar erguido, / ese balido ancestral de la pulpa / del corazón de un melón desnutrido. / Esa revolución de la amargura, / ese carámbano de pez espada, / ese tratado de la desmesura. / Esa estrellita malacostumbrada, / ese Morente sin dique ni hartura, / ese palique entre Enrique y Granada.”