LOS DIVERSOS MAYOS
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por Nelson Gustavo Specchia
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Conmemoramos Mayo. El nombre de este mes ya tiene para nosotros un conjunto de significados intrínsecamente vinculados a él. Patria, revolución, independencia, emancipación, libertad. Una asociación de valores republicanos, inculcados en cada ciudadano desde la primera escolarización, que ha sido la herramienta de construcción de esa entidad psicosocial que denominamos argentinidad. Pero todos estos símbolos lingüísticos y sus significados han integrado esta construcción histórica desde un lugar determinado, desde opciones y valores ideológicamente definidos, y en contextos históricos concretos. Sobre éstos, estamos a veces tan centrados en la conmemoración y en la fiesta del bicentenario, que se pierde un tanto el sentido de perspectiva, de relación.
Hemos aislado nuestro Mayo, haciendo énfasis en la dimensión “nacional”, porque era un requisito del armado de la organización política que surgía en 1810; pero doscientos años atrás este Mayo nuestro era indisociable e indistinguible de un movimiento mayor, regional, continental incluso. “Un detalle de la revolución de América”, como lo definió Alberdi. Cada Estado latinoamericano, luego de las revueltas y de las décadas de inestabilidad organizativa, generó su particular apropiación del momento de nacimiento de la patria. Los argentinos hicimos otro tanto. Pero no sería un ejercicio intelectual sin importancia colocar nuevamente nuestro Mayo en relación, en perspectiva regional, con el resto de los actores que participaron en ese encadenado de circunstancias que terminaron en la división política de la América hispana. Colocando la mirada “nacional” en el entorno común, es posible que se adquieran otros elementos de juicio para analizar y comprender este presente que vivimos los latinoamericanos. En este sentido, este Mayo es una oportunidad “histórica”.
Lecturas diversas
Los eventos que denominamos “revoluciones de independencia” en la primera década del siglo XIX, constituyen hechos históricos concretos. Pero esos hechos calendarios no han sido unívocamente leídos por las élites y los intelectuales que han tenido a su cargo la redacción del relato histórico que luego, mediante la escolarización, se establecería como discurso hegemónico. Al contrario, las puebladas emancipadoras aparecen, para un lector no necesariamente imbuido de nuestras contradicciones y debates locales, como dos corrientes de sucesos diferentes. Y es posible que esa dicotomía interpretativa esté en la base de los desencuentros profundos de la política latinoamericana.
Las independencias y el surgimiento de los Estados en América hispana se han leído, por un lado, como una reacción conservadora, monárquica, castiza, anti francesa (o sea: anti extranjera), españolista y Fernandiana, y por ende católica y nacionalista. Y, por otro lado y al mismo tiempo, se han leído como las únicas y auténticas revoluciones progresistas de estos doscientos años de corta historia, roussonianas (o sea: afrancesadas), libertarias y jacobinas, librepensadoras y republicanas, y por ende laicas y democráticas.
Estas dos lecturas han estado, dialécticamente, en el origen de muchos de los rumbos erráticos, de los divorcios entre clases dirigentes y grandes colectivos sociales en América latina. Dos lecturas yuxtapuestas que han hecho parte de la inestabilidad política y de algunos de los capítulos negros de violencia y muerte que los países de la región hemos tenido que cruzar.
Cuentas del desencuentro
Desde una perspectiva local, algunas cifras pueden contribuir a rendir cuentas de ese desencuentro de lecturas de los hechos revolucionarios con que nacían nuestras patrias. A partir de Mayo, los argentinos demoramos 6 años en declararnos independientes, y 37 años más en sancionar una Constitución que saldara, por lo menos formalmente, la lucha entre unitarios (librepensadores y laicos) y federales (nacionalistas y católicos). Otros 7 años en integrar a Buenos Aires (progresista y cosmopolita), la gran ausente de la Confederación (castiza y parroquial).
Después de guerras civiles interminables y de fracasadas constituciones tan unitarias como los presidentes que de ellas surgieron, ganaron –supuestamente- los federales. Había dicho Moreno: “no incurramos en el error de aquellos pueblos inocentes que se dejaron envolver en cadenas… o nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir la tiranía.” Pero luego Rosas proponía la otra lectura: Mayo no se hizo, decía el Restaurador, “para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad. No se hizo para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más.”
Tras la Constitución, 52 años, otro medio siglo, para terminar en 1912 con el fraude electoral. Más de un siglo desde Mayo hasta el primer presidente elegido por el voto libre de los argentinos, Hipólito Yrigoyen. En 1922 don Hipólito le colocó la banda presidencial a Marcelo T. de Alvear, y esa imagen, la de un presidente constitucional saliente que haya concluido su mandato, poniéndole la banda a otro presidente que vaya a concluir el suyo, no se ha vuelto a repetir nunca más en la Argentina.
El golpe que tumbó a Yrigoyen (republicano y libertario), dado por los militares (conservadores y nacionalistas) en 1930, inició la bochornosa sucesión de interrupciones del orden legal y constitucional que, en espiral ascendente de violencia y horror, llegaron hasta 1983, dejando el hueco de 30.000 compatriotas desaparecidos.
La Argentina tuvo 22 presidencias en 53 años. Ni los militares pudieron asegurarse la continuidad, también entre ellos había roussonianos liberales enfrentados a católicos conservadores, y hubo golpes dentro de los golpes. Una inestabilidad que adquiere sus verdaderas dimensiones si la observamos en perspectiva comparada: demoramos más de un siglo para que los gobiernos fueran elegidos por el pueblo. Si sumamos que el sufragio verdaderamente universal llegó recién en 1947, con la inclusión de las mujeres; que entre 1930 y 1983 vivimos 32 años bajo gobiernos militares, sin garantías constitucionales; que los gobiernos de Frondizi e Illia surgieron mientras estaba vigente la proscripción del peronismo, advertiremos que han sido más las sombras que las luces desde que Mayo nos abrió a la vida independiente. Las cuentas de los demás países latinoamericanos no difieren, en gran medida, de nuestra aritmética política.
El bicentenario como oportunidad
Con la desafortunada excepción de Honduras, la región celebra el bicentenario en democracia. Una democracia limitada, con restricciones económicas y sociales, con crisis políticas y deficiencias institucionales, pero una democracia que –en nuestro país- ha logrado mantenerse por 27 años consecutivos, una auténtica novedad histórica.
En este panorama regional, el tiempo de los bicentenarios puede ser una auténtica oportunidad para replantear, con honestidad, un debate sobre las causas profundas de estos desencuentros. Entre nosotros ha prevalecido mayoritariamente sobre Mayo una lectura dual, un “solo a dos voces”, con escasos momentos corales. Pero no podemos pasarnos los próximos doscientos años entrampados en las lecturas confrontativas de los últimos doscientos años.
El análisis de ese distanciamiento arroja un balance deficitario para América latina en cuanto a calidad del sistema político, del avance en grados superadores de representatividad, de estrategias inclusivas, de tolerancia, de respeto por las diferencias y por la radical “otredad” de cualquier minoría, de garantías y cuidados jurisdiccionales, de estabilidad institucional y, en definitiva, de paz social.
Este Mayo de 2010 nos encuentra en unas coordenadas especiales. La celebración, junto al primer cuarto de siglo de inédita continuidad democrática, y junto a la reafirmación de un modelo de progreso real en las estructuras sociales, es un escenario propicio para llamar a la reflexión sincera, desenmascarada, que supere las lecturas antitéticas entre las que nos hemos movido la mayor parte de esta –corta y extensa- historia bicentenaria.
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