IRAN, EL COLOR DE LOS TURBANTES
por Nelson Gustavo Specchia
Profesor de Política Internacional de la Universidad Católica de Córdoba
.
.
Ya se habla de “revolución verde” en Irán. Los reformistas han adoptado el color verde, y se identifican con pulseras de tela de este color, y las mujeres –sorpresivas protagonistas de estas movilizaciones populares- se cubran los cabellos con velos verdes. Pero, en el fondo del asunto, son otros los colores que explican el alzamiento generado tras las elecciones del viernes pasado en la República Islámica de Irán. En el fondo se trata del enfrentamiento entre el color negro del turbante del líder supremo, el ayatolá Alí Khamenei, y el turbante blanco del ayatolá Alí Akbar Hachemí Rafsanyaní.
Sólo los clérigos que puedan certificar su parentezco carnal con el Profeta Mahoma pueden cubrir sus cabezas con el turbante negro, los demás deben usar el blanco. Entre estos dos colores se encuentra hoy el pulso político que se libra en las calles de Teherán y, por lo que hemos podido llegar a saber a través de internet, de las redes sociales como Facebook o Tweeter (porque toda cobertura periodística internacional está expresamente prohibida por el gobierno), comienza a extenderse también al interior del gran país de Oriente.
Los polémicos resultados de las elecciones, que el gobierno insiste en otorgar la victoria al presidente ultraconservador Mahmoud Ahmadinejad, han desatado la mayor ola de manifestaciones callejeras desde la Revolución Islámica de 1979, y los seguidores de Mir Hossein Moussavi, el candidato opositor, referente del ala reformista, volvieron a manifestarse ayer en las calles de Teherán por quinto día consecutivo, a pesar de que el régimen redobló la campaña represiva.
El origen del conflicto hay que buscarlo en la doble intencionalidad fundacional del Estado iraní: el ayatolá Ruholá Khomeini creó, con la revolución de 1979, una teocracia y una república democrática, y estos son términos, conceptos, e ideas políticas antitéticas. Khomeini marcó el camino hacia la teocracia al imponer la figura del “Jurisconsulto Islámico” como líder supremo, supuestamente fuera de la lucha política y del poder, pero que en la realidad es a quién reportan todo el gobierno, el ejército, y el clero. Al mismo tiempo, Khomeini se vio obligado a hacerle un lugar a una trama institucional al estilo occidental y republicano, con un presidente y un Parlamento electivos, aunque los candidatos a estos lugares hayan tenido que recibir, previamente, la aprobación del “Consejo de Guardianes”. Este Consejo se integra por 12 miembros: 6 clérigos elegidos por el líder supremo, y 6 juristas designados por el jefe de la Judicatura. Además de aprobar a los candidatos a diputados y a presidente, el Consejo de Guardianes debe aprobar las leyes generadas en el Parlamento. Y su filtro es muy fino: sólo 4 candidatos a presidente fueron admitidos, sobre 475 originarios.
Antes de morir, el ayatolá Khomeini dejó su lugar al actual líder supremo, el ayatolá Alí Khamenei, que tiene una concepción del sistema tan clara como la tenía el fundador: entre la voluntad popular expresada en las elecciones, y la voluntad divina –según es interpretada por los ayatolás-, siempre debe primar esta última.
Pero Irán no contiene a una sociedad atrasada y fuera de los estándares modernos. El anterior régimen monárquico del Sha, despótico y tiránico, también fue una fuente de occidentalización, crecimiento económico, y desarrollo de la sociedad civil, especialmente en las áreas urbanas. Entre estos elementos, la consideración de un rol diferente para las mujeres iraníes, al contrario de lo que sucede en la mayoría de las sociedades musulmanas, ha tenido un peso determinante. Estos elementos modernizadores en el seno de la sociedad tuvieron que ser incorporados por Khomeini a la Revolución Islámica, y son los que hoy traccionan la protesta y la rebeldía popular frente al intento conservador de incrementar el cierre de los canales de expresión y de participación, que es la actitud que expresa, de una manera cada vez más clara, el presidente Mahmud Ahmadineyad.
Ahmadineyad, un hombre humilde, de provincias, ha combinado un discurso populista, asistencialista, con un fundamentalismo religioso sin fisuras, y un nacionalismo militarista (y para-militarista, como el apoyo a las milicias de los “basiyís”) estructurado sobre la retórica anti norteamericana, anti judía, y pro nuclear.
Frente al creciente cerramiento de Ahmadineyad, frente a la profundización del fundamentalismo del sector que representa, los sectores reformistas (pero “reformistas” siempre dentro del sistema, no olvidar que sus líderes han pasado el cedazo del “Consejo de Guardianes”) sostienen la necesidad de apertura del país, inclusive para mantener su propio poder e influencia.
Estamos frente a una alternativa fuerte, en una de las regiones más neurálgicamente frágiles para la paz, la seguridad, y el orden internacional.
El primer escenario podría ser la profundización de las protestas, la radicalización de la “revolución verde”, que llevaría a una mayor apertura y transparencia en el régimen islámico. Hay antecedentes recientes, como el de Ucrania y su “revolución naranja”, cuando tras el fraude electoral en favor del candidato oficialista pro ruso Yanúkovich, en 2004, se desataron protestas en apoyo del candidato opositor Viktor Yushchenko. Las manifestaciones provocaron nuevas elecciones, en los que triunfó Yushchenko cómodamente. O la “revolución del cedro”, en Líbano en 2005, cuando el asesinato del ex primer ministro antisirio Rafik Hariri levantó una serie de protestas populares contra la presencia de tropas sirias, que terminaron retirándose del Líbano después de 18 años de presencia.
Un segundo escenario presentaría la consolidación de Ahmadineyad, y la casi segura deriva hacia la dictadura. En este caso, en la confrontación antitética entre teocracia y democracia, la Revolución Islámica se habría terminado decantando por la primera, y –habida cuenta del desarrollo atómico iraní- eso no sería precisamente una buena noticia para la comunidad internacional.
.
.
.