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El portazo de Cameron (16 12 11)

El portazo de Cameron

por Nelson Gustavo Specchia

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Los ingleses lo han vuelto a hacer. Cuando la tensión de la crisis económica llevó al máximo estiramiento de la cuerda, y todo el proceso de integración de Europa tras un largo medio siglo se puso al borde del abismo, los británicos recurrieron a la flema de su singularidad y el premier conservador David Cameron le pegó un portazo al “Continente” en la última cumbre de emergencia reunida en Bruselas.

Y no hay lugar para los equívocos: no se trata de un berrinche más, apoyado en esa singularidad cultural hipotéticamente alejada de las costumbres del resto de Europa, como la utilización del sombrero bombín por los elegantes hombres de negocios de la City, el manejar por la izquierda, el mantener un sistema de pesas y medidas medieval o hacer del té de las cinco de la tarde un rito pagano.

No, el portazo de Cameron va mucho más allá de las particularidades –ya medio hilarantes- del folk londinense, y se encuadra en una cosmovisión transgeneracional (e inclusive interpartidaria) de la clase política inglesa: aquella que sostiene que una Europa sólidamente unida –ya sea a nivel estructural de las organizaciones, o en el más líquido acuerdo de estrategias comunes- constituye un peligro potencial para las Islas Británicas. Esté abanderada esa ligazón continental por la dinastía de los Habsburgo, por Napoleón Bonaparte o por Adolf Hitler, como alguna vez en el pasado; o bajo la bandera azul con la corona de estrellas doradas de la Unión Europea de hoy.

Y si ese aumento en la integración, estructural o coyuntural, proviene de un plan conjunto franco-alemán, como el nuevo pacto fiscal negociado en la cumbre de Bruselas, el peligro que perciben los ingleses se exacerba.

El portazo de Cameron, al ser el único que queda afuera de los nuevos acuerdos de los países de la eurozona y todos los demás socios comunitarios, es considerado un extremo, ni siquiera la Dama de Hierro, con sus nítidas posturas anti europeas, se había animado a tanto. Pero esto se debe a que también las condiciones que transita el proceso de integración son inéditas.

Mal que les pese a los europeístas “progres”, la conclusión de Herman van Rompuy, el belga presidente permanente del Consejo Europeo, es una dura realidad: en la cumbre de la que Cameron retiró a su país se refundaba la Unión Europea sobre la base del pacto fiscal propuesto por la dupla Ángela Merkel-Nicolás Sarkozy, o se apagaba la luz y se bajaba la cortina.

No hay “plan B” desde el momento en que el liderazgo continental, ya homogéneamente dominado por los partidos y las administraciones conservadoras, decidió atender a las exigencias de los mercados financieros globales y de las agencias calificadoras de riesgo, y optó por políticas de restricción de los gastos públicos, contracción de las economías y achicamiento del Estado.

CABALLITO DE TROYA   

En aquellos tiempos primeros de la organización continental, cuando todavía no se hablaba de Unión Europea sino simplemente de Comunidades Económicas, el viejo general De Gaulle argumentaba que había que dejar afuera a los británicos.

Que siguieran usando sus sombreros bombín y conduciendo por la izquierda entre el humo de Londres (todavía había mucho smog en los años cincuenta, cuando el grueso de la calefacción de la capital británica funcionaba a carbón), decía el líder francés.

Y el peso de su argumento ha sido recordado periódicamente en el último medio siglo: si entran los ingleses, será para frenar la profundización del proceso de integración.

Los acusaba de ser el Caballo de Troya de Washington, ya que la alianza especial de los británicos con su ex colonia de este lado del Atlántico posibilitaría que los lineamientos estratégicos de los norteamericanos –en aquel contexto de división bipolar del mundo y en un clima de guerra fría- entraran a Europa por la puerta londinense.

Y algo de todo eso hubo durante estos años, a múltiples niveles.

De las dos grandes posibilidades de avance del proyecto de integración en el Viejo Continente (el avanzar hacia una confederación de países, o limitarse sólo a un mercado común), cuando los británicos ingresaron –tardíamente, en 1973- siempre empujaron las pesas para que no se llegara a hablar de cesiones de soberanía nacional y los acuerdos quedaran reducidos a la órbita económica.

En los tiempos ultraliberales de la señora Margaret Thatcher, Londres logró doblegar la voluntad integracionista inclusive dentro de estos parámetros puramente económicos, y condicionó la aprobación de los presupuestos de la organización a la devolución del “cheque británico” (el porcentaje de devolución de los aportes realizados por no participar de los beneficios proteccionistas de la Política Agrícola Común).

Como decía arriba, esta actitud hacia Europa atraviesa las generaciones, pero también las gestiones de los diferentes partidos: cuando llegó el turno de la “tercera vía” laborista de Tony Blair, que se declaraba “un europeísta apasionado”, no solo se mantuvo el “cheque británico” tharcheriano, sino que se siguió rechazando el euro para mantener la libra esterlina como moneda nacional. Europeísmo, ma non troppo.

David Cameron, a diferencia de su predecesor laborista, ni siquiera intentó nunca escenificar un amor por Europa que no siente. Además, sabe que al interior de su partido, entre los “tories”, el euroescepticismo es moneda corriente.

El argumento que el premier conservador utiliza para dar otra vez la espalda a Europa es fuerte: preservar a toda costa el poder financiero de la libra esterlina, en un momento en que la moneda común europea sufre el más despiadado ataque de los mercados externos. Además, Cameron dice que el sector financiero inglés (la tan mentada y sacrosanta City) representa un 30 por ciento del producto bruto nacional de las Islas; (esa City representa el 36 por ciento de la industria mayorista de la banca de la Unión Europea, y el 61 por ciento de las exportaciones netas de servicios financieros internacionales).

Cameron ni mencionó, en su defensa ante el pleno de los Comunes, las razones políticas de la antipatía hacia los mayores grados de integración continental, no las necesita: el peso de los argumentos económicos difícilmente encuentre muchos detractores entre los diputados, inclusive entre los de la oposición.

El único que amagó con un tímido gesto de protesta fue su socio en la coalición de gobierno, el liberal-demócrata Nick Clegg. Se retiró de los Comunes y dejó vacío su sitio en el banco verde del oficialismo; al día siguiente afirmó en la prensa que el Reino Unido salía debilitado de la jugada de Cameron en la cumbre europea.

Ya que el socio del primer ministro lo hacía desde el oficialismo, el líder de la oposición y del Partido Laborista, Ed Miliband, también saltó a la palestra y pidió que el gobierno volviera a negociar con los restantes socios de la Unión Europea.

Pero los periódicos del magnate Rupert Murdoch –adalides del euroescepticismo inglés- salieron a respaldar sin fisuras al premier, y a recordarles a sus críticos que el portazo a Bruselas es acorde al sentimiento popular mayoritario. Miliband no ha hecho más declaraciones, y Clegg volvió a su sitio en el banco verde de los Comunes, en Westminster.  

LOS BENEFICIOS DEL TÉ

Pero cuidado, porque la gravedad de la crisis y el estentóreo desplante de Cameron pueden llevar a un equívoco aún mayor: Europa sin Londres nunca estará completa.

El euroescepticismo es una grave enfermedad cultural, que en un pasado para nada remoto llevó a alejamientos y a tensiones para conseguir la supremacía continental. Sin excepciones, y durante siglos, esas tensiones terminaron resolviéndose a cañonazos.

La mayor conquista del proceso de integración ha sido conjurar la explosión guerrera de las rivalidades políticas europeas, que en dos oportunidades durante el siglo XX acarrearon detrás del ellas al resto del mundo.

Y para que ese equilibrio se siga manteniendo, Gran Bretaña no puede alejase definitivamente del centro del proceso de integración.

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[Hoy Día Córdoba – Periscopio  – Magazine – viernes 16 de diciembre de 2011]

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Chau, prensa amarilla (21 07 11)

Las explicaciones de Cameron son pocas para el Parlamento

La oposición laborista inglesa acusa a la policía de parcialidad hacia Murdoch    

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LONDRES.- Como se preveía, la política británica vivió ayer un nuevo cimbronazo en el escándalo por los ilícitos que rodean al conglomerado de medios del magnate Rupert Murdoch.

En sesiones extraordinarias, los Comunes escucharon ayer el testimonio del primer ministro y jefe de la bancada conservadora, David Cameron.

El jefe del gobierno maniobró entre dos aguas, desde la incómoda posición en que se encuentra: por una parte intentó despegarse del apoyo que le brindó al magnate mediático para que comprara el canal de cable BSB antes de que estallara el escándalo, y por otro lado dio confusas explicaciones sobre los motivos que lo llevaron a contratar como jefe de prensa a Andy Coulson, un ex empleado de Murdoch que estuvo al frente del periódico dominical News of the World, la piedra de toque de la tormenta política que viven los británicos desde hace un mes.

Ninguna de las explicaciones ofrecidas por el premier satisficieron a los diputados, y el líder de la oposición laborista, Ed Miliband, cuyo protagonismo crece imparablemente desde que se destapó el affaire que involucra a políticos, policías corruptos, espías y sobornos, volvió a insistir en que el primer ministro debería presentar excusas formales por su “error político” ante el cuerpo parlamentario; un extremo que Cameron intentará evitar –o al menos postergar- a toda costa.

En la misma sesión extraordinaria (el Parlamento ha retrasado el inicio del receso de verano para abocarse a investigar el caso), la comisión emitió un duro informe sobre el comportamiento de la policía metropolitana londinense respecto de los medios de News Corporation, el grupo empresario de Murdoch.

Con las pruebas que disponen, los diputados sostienen que el giro de dinero hacia oficiales de policía por parte de los tabloides sensacionalistas a cambio de primicias era un trueque habitual.

El informe también confirma que Scotland Yard –cuyos dos directivos principales ya han renunciado esta semana- no tuvo “auténtica voluntad” de investigar las prácticas ilegales llevadas adelante por los periódicos del grupo, y dejan entrever que esa falta de celo policial obedecía al dinero negro con que los medios de Murdoch “coimeaban” a los altos mandos del cuerpo.

Chau, prensa amarilla

Rupert Murdoch, el león de la Fox, corre a la desesperada. Cree que puede sacar a sus diarios del pozo (todavía sin fondo) en el que han caído.

Dijo en el Parlamento estar viviendo el día más humillante de su vida; ha pedido millones de disculpas en solicitadas a toda página; lagrimeó frente a los padres de la niña asesinada a los que traicionó en su confianza. Y ofreció la cabeza de su protegida, Rebekah Brooks, para que se la corten.

Dice que perseguirá a los culpables, y jura que algo así no volverá a ocurrir.

Y quizá en esto último acierte, pero no en el sentido de lo que él quisiera, sino en uno mayor: la prensa sensacionalista y amarilla ha quedado al descubierto.

Sus métodos son infames, sus socios son la derecha política, y sus fines son el mantenimiento del statu quo para hacer mucho dinero a cualquier precio. Unas conclusiones palmarias.

Lo que terminará con este escándalo será una manera de hacer periodismo, esperemos que no sólo en las islas británicas.

N. G. S.

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Yo no fui. Fue Rebekah…! (20 07 11)

Murdoch declaró en el Parlamento pero el escándalo no termina

Intentarán que la periodista Rebekah Brooks se responsabilice de todo    

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LONDRES.- El magnate Rupert Murdoch asistió finalmente ayer a declarar al Parlamento británico por la serie de ilícitos adjudicados a los periódicos sensacionalistas que integran su grupo empresario, y aunque eludió asumir cualquier tipo de responsabilidades, el escándalo de espionaje y corrupción que ha salpicado a las fuerzas policiales y al gobierno está lejos de agotarse.

En una estrategia armada para evitar que el caso judicial alcance a los demás medios del conglomerado News Corporation en Gran Bretaña, la que fue hasta hace unos días la mano derecha del empresario y ex directora del dominical News of the World, Rebekah Brooks, declaró a continuación de Murdoch y admitió haber utilizado detectives privados para conseguir primicias.

Brooks fue arrestada por el caso, y se encuentra en libertad bajo fianza. La defensa del millonario intenta concentrar las culpas en la periodista y así encapsular el caso. Rupert Murdoch, tras sostener que fue “engañado”, aseguró que la responsabilidad es de “las personas en las que confié y en las personas en que ellos confiaron”. Así, él y a su hijo James quedarían fuera del alcance de las acusaciones por ilícitos.

Ante la comisión parlamentaria lamentaron “profundamente” lo ocurrido, y aseguraron “estar avergonzados” de que algunos gerentes periodísticos de sus medios hayan echado mano de métodos ilegales para vulnerar la vida privada y sobornado a funcionarios públicos.

En esa misma línea, el millonario australiano (que en fechas recientes tomó la ciudadanía estadounidense, por lo que no estaba obligado a concurrir a la citación de los parlamentarios) publicó una solicitada de disculpas a los ingleses a página entera en todos sus diarios, y concurrió a pedirle perdón a la familia de una adolescente asesinada, cuyo teléfono celular fue intervenido ilegalmente por los tabloides sensacionalistas para intentar obtener alguna primicia, vaciando la casilla de mensajes, lo que generó la falsa esperanza en sus padres de que la menor pudiera seguir con vida.

El escándalo sigue firme en el centro de atención político y económico en Gran Bretaña, aunque el poder de la comisión parlamentaria sea limitado y sólo pueda hacer recomendaciones sin fuerza legal.

Las acciones de las empresas de Murdoch se desploman a diario, y todavía se desconoce la profundidad de las consecuencias políticas que puede arrastrar.

Rupert, el amigo de Cameron

Las claras preferencias conservadoras de Rupert Murdoch le están jugando una mala pasada a los sectores de derecha, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, e inclusive en el resto de Europa.

En América, la cadena Fox, propiedad de News Corp. es una de las naves insignias de los políticos republicanos. También en Inglaterra la derecha suele hacer gala de ser la reserva moral del país. Que el escándalo de sus medios afines pase precisamente por violaciones a la vida privada, corrupción de policías y sobornos a funcionarios es duro de tragar.

Sir Paul Stephenson, el renunciado jefe de Scotland Yard también testificó ante el Parlamento, e intentó despegar al premier conservador David Cameron, cada vez más criticado por la deriva del caso.

El líder laborista, Ed Miliband, no deja de enrostrarle haber contratado como asesor a Andy Coulson, un periodista que fue director del dominical News of the World, y uno de los impulsores de las escuchas ilegales.

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Enterrar a Blair (01 10 10)

Enterrar a Blair

por Nelson Gustavo Specchia

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Esta semana, el congreso del Partido Laborista británico generó una de las novedades internacionales menos previsibles, al pegar un golpe de timón hacia la izquierda, recuperando un discurso y una perspectiva política que habían sido desplazados durante más de una década del escenario ideológico inglés, tras la irrupción de Tony Blair y su pragmático “Nuevo Laborismo”.

La aparición de Blair –joven, carismático, de sonrisa perpetua- recuperó el poder para los laboristas en 1997, tras los largos y duros años de ajuste estructural en la economía británica implementados por los conservadores “tory” al comando de Margaret Thatcher. Pero precisamente la herencia de ese tiempo de ajustes, alineación a las “reaganomics” norteamericanas, cierre de minas de carbón en el interior de las Islas y privatización de los servicios públicos, con su impacto tan fuerte en las clases medias, hicieron que Tony Blair concibiera una estrategia de llegada al poder mediante un corrimiento del laborismo al centro del espectro ideológico, dejando a un lado las grandes aspiraciones sociales, las reivindicaciones de los sindicatos obreros, y los ideales igualitaristas del viejo partido de la izquierda inglesa.

PAX ET BONUN

El “Nuevo Laborismo” consistió en eso, en un viaje al centro mediante la renuncia –a veces insinuada, a veces expresa, o simplemente soslayada- a las maximalistas reivindicaciones económicas y sociales del partido. Como una consigna franciscana (el primer ministro, efectivamente, se terminaría convirtiendo en secreto al catolicismo) el giro en el discurso de Tony Blair tuvo un efecto sedante, fue un “paz y bien” aplicado a una sociedad muy maltratada y a la que se le había exigido un esfuerzo grande durante veinte años.

Así, tras aquella contundente victoria de 1997 sobre el “tory” John Major, Blair comienza el viraje al centro abriendo dos frentes: la recuperación de la armonía social, con iniciativas concretas para terminar con la violencia nacionalista y separatista –regional, lingüística y religiosa-; y un conjunto de reformas denominadas de “nueva economía”, supuestamente destinadas a paliar los efectos más devastadores de los ajustes neoliberales del thatcherismo, pero que muy rara vez lograron traspasar el plano del mero discurso.

En el escenario del mejoramiento de las condiciones para la paz social es donde el “Nuevo Laborismo” tuvo sus aciertos más sonados, con la adecuación y la delegación de facultades legislativas y administrativas a los colegios parlamentarios regionales de Gales, en el sur, y de Escocia. En este camino, lo que parecía impensable apenas unos años antes, se hizo realidad en 1998, cuando los católicos del Ejército Republicano Irlandés (IRA) y los protestantes irlandeses unionistas, celebraron, bajo la batuta de Tony Blair, los Acuerdos de Viernes Santo con que terminó la guerrilla separatista y comenzó una cohabitación entre ambas facciones, que sigue siendo al día de hoy un ejemplo de política internacional a imitar.

Estos primeros pasos le dieron al “Nuevo Laborismo” una segunda victoria, en 2001, e inclusive una tercera, en 2005, aunque ya para entonces no estaba tan claro cuál era el rumbo de un gobierno supuestamente progresista, que no había llevado adelante las promesas de una “nueva economía” anunciadas originalmente; que no se había acercado a la Unión Europea –aunque el premier se declarara un “europeísta convencido”- más de lo que lo había hecho la euroescéptica (y ahora baronesa) Lady Thatcher; que había impuesto una reforma sanitaria que impactaba fuertemente en los colectivos más vulnerables y que, a nivel global, se acercaba cada día más acríticamente, al gobierno de derechas estadounidense del republicano George Bush (junior).

NADA NUEVO BAJO EL SOL

Y entonces llegó la invasión a Irak decidida por Bush (junior) al margen de las Naciones Unidas y contra la opinión pública internacional –especialmente la europea, que generó las manifestaciones populares más multitudinarias de los últimos tiempos- y Tony Blair dio el paso en falso que le costaría el gobierno y el liderazgo del laborismo. Al llamado del presidente norteamericano, se reunió con él en la Cumbre de las Azores, en soledad (salvo la previsible presencia del conservador español José María Aznar) y en contra de toda la trayectoria histórica del Partido Laborista.

El escándalo de Irak, el ahorcamiento de Saddam Hussein, las supuestas armas atómicas que nunca aparecieron, la condena de la comunidad internacional, el aislamiento británico en el seno de la Unión Europea, los atentados islamistas en el metro de Londres, la “nueva economía” que no aparecía por ningún lado, la inflación incontenible, y el aumento constante del desempleo, avejentaron de golpe a un Blair que parecía haber perdido el carisma y, finalmente, también aquella sonrisa perpetua.

Con el carácter agriado, entregó el gobierno a su ministro de Economía, Gordon Brown, y renunció a la conducción del laborismo, al que ya nadie –salvo en tono irónico- denominaba “New Labour”.

RECUPERAR LA MÍSTICA

El tecnócrata Brown no era el hombre indicado para invitar a los británicos a volver a soñar. La economía era su fuerte, y tampoco pudo con ella. En la primera cita electoral que tuvo que enfrentar, los conservadores “tory”, con David Cameron al frente, le arrebataron la mayoría, y el pasado 10 de mayo Gordon Brown presentaba su renuncia a la reina Isabel II en el Palacio de Buckingham.

Desde mayo, los laboristas vienen fraguando una crisis de identidad que podría resumirse en la pregunta ¿cuál es el rol de la izquierda británica en el contexto de una crisis económica mundial que ha homogeneizado las respuestas políticas europeas en clave conservadora?

Esta semana, los delegados al congreso laborista parecen haber llegado a una respuesta a esa pregunta: enterrar a Tony Blair y a la fracasada experiencia de ubicar al Partido Laborista en el difuso centro ideológico, y recuperar el discurso y la mística tradicional del viejo laborismo: socialista, crítico, protector de los trabajadores y de las clases medias, estatalista, redistribuidor de la riqueza y sólidamente apoyado en las bases sindicales.

Ha sido el voto de los sindicatos, precisamente, el que el fin de semana pasado consagró a Ed Miliband en el liderazgo laborista, en una lucha mano a mano contra su hermano mayor, David, que fuera ministro en los gabinetes de Blair. Las crónicas y los analistas presentan al más chico de los Miliband (Londres, 1969) como un socialista simpático, de carácter afable, componedor y dialoguista; pero al mismo tiempo como un “duro” ideológicamente, dispuesto a terminar con las medias tintas de la década de la experiencia blairista.

Hijo del filósofo marxista Ralph Miliband, un judío belga que llegó a Gran Bretaña huyendo de la locura nazi, y de la politóloga Marion Kozak, el joven Ed ha crecido rodeado de la flor y nata de la intelectualidad de la izquierda inglesa. Por sus orígenes familiares, por su formación, por su experiencia en la administración, así como por su ascendencia en la clase media y en las formaciones sindicales, el nuevo líder del Partido Laborista parece ser la figura indicada para enterrar aquel pragmatismo del que todos quieren alejarse como de la peste. A partir de ahora, además, habrá que ver si estas condiciones le alcanzan para convencer al racional electorado de las Islas que es tiempo de volver a soñar con la igualdad y la justicia social.

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