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Túnez, el suave aterrizaje del Islam

Túnez, el suave aterrizaje del Islam

por Nelson Gustavo Specchia

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La pequeña república magrebí de Túnez vuelve a ponerse al frente de los procesos de cambio que vienen moviendo las estructuras políticas del Norte de África y de Oriente Medio, en lo que ya conocemos todos como la “primavera árabe”. En las recientes elecciones, convocadas para conformar una asamblea constituyente que provea al Estado, por primera vez desde su independencia de Francia en 1956, de una Constitución democrática, han vencido claramente las corrientes islamistas. El interrogante que abre este resultado es si con él también Túnez viene a marcar una tendencia en el rumbo de la región.

Porque en Túnez comenzó todo, y no porque la acumulación de corruptelas y equívocos que las dictaduras árabes del Magreb –apoyadas sustantivamente por Occidente- hubieran tenido en este pequeño país de la costa sur del Mediterráneo unas condiciones diferenciales. Quizás solamente la gota que rebalsó el vaso de la paciencia cayó en Túnez, y una vez que el derrame se inició ya fue imparable. Esa gota, dolorosa, fue la radical protesta del joven ingeniero informático –y eventual vendedor callejero de frutas- Mohammed Bouazizi, que el 17 de diciembre del año pasado, ante la brutalidad policial que había destrozado el carrito con que intentaba ganarse la vida después de haberlo intentado todo, en un mercado laboral cerrado a cal y canto y en una sociedad sin horizontes de cambio ninguno, se prendió fuego. Su rebeldía desesperada rebalsó los diques que contenían tantas situaciones similares, en el entorno de un sistema político feudalizado, donde a la “dictadura blanda” de los treinta años de Habib Bourguiba, le había sucedido la dictadura más extrema, familiar y cleptocrática de Zine el Abidine ben Ali y su mujer, Leila Trabelsi.

Las masas tomando las calles, románticamente designaron “revolución de los jazmines” a sus protestas, pero la fuerza real que manifestaban empujó a Ben Ali a subirse a un avión (su esposa Leila lo llenó, previsoramente, de una tonelada y media de oro) y partir hacia el exilio en Arabia Saudita. Entonces comenzó el contagio: Egipto, Yemen, Bahrein, los rebeldes de Libia, los opositores monárquicos de Marruecos. Túnez había marcado el comienzo, y nadie está seguro de marcar todavía el final.

EL FANTASMA RELIGIOSO

En el discurso de auto justificación de los dictadores que la “primavera árabe” está barriendo, siempre ocupó un lugar importante el considerarse a sí mismos como la última barrera frente al fundamentalismo islámico. Había corrupción, apenas unos barnices de democracia y violaciones a los derechos humanos en sus regímenes, pero todo eso era un precio módico que había que pagar para impedir el mayor de todos los males: que los partidos religiosos llegasen al poder, y con ellos la imposición de la “sharia” (la regulación de las conductas sociales mediante los preceptos coránicos) hacia el interior de las sociedades, y la más que probable enemistad con los países occidentales (con la consecuente suspensión de las exportaciones de hidrocarburos hacia ellos) como principal consecuencia externa.

El argumento de “freno del islamismo radical” comenzó a debilitarse hace ya tiempo, a medida que se conocían detalles sobre el complejo entramado de agrupaciones en que se dividía el Islam político, que el simplismo intencionado de las dictaduras había intentado meter en la misma bolsa. Y también con el resultado de algunas experiencias de partidos islámicos no radicales en el poder, principalmente con el AKP de Recep Tayyip Erdogan y Abdullah Gull en Turquía.

Ahora, en ese universo aparece el islamismo moderado del tunecino En Nahda (El Renacimiento), y arrasa en las elecciones a la convención constituyente, en lo que puede ser una nueva señal del rumbo de los sistemas políticos saneados tras las revueltas de la “primavera árabe”.

CLAVES DE UN RENACIMIENTO

Bajo el régimen de Ben Ali, y como parte de aquel discurso de auto justificación al que acabo de aludir, todo lo que oliese a islamismo estaba proscripto y prohibido. Los principales dirigentes de esos sectores, por lo tanto, llevaban décadas en el exilio, y no había ninguna estructura –no sólo ningún partido político, tampoco ninguna organización no gubernamental- sobre la cual apoyarse para plantear una alternativa. O sea que el nombre del partido tunecino hace referencia concreta a un volver a nacer, a un surgimiento desde la nada, tras casi sesenta años de laicismo obligatorio. Sin embargo, en apenas nueve meses, el movimiento En Nahda ha conseguido estructurar un nuevo discurso, que combina dosis de tradicionalismo con otras de modernidad, y lo ha articulado en una clave de mesura –sin convocatorias a revanchismos ni venganzas- que ha dado en la tecla y empujado a un apoyo social mayoritario.

En las elecciones a la constituyente del pasado 23 de octubre, En Nahda se alzó con el 41,47 por ciento de los votos totales, prácticamente la mitad del padrón, y a casi un 30 por ciento de distancia de la segunda fuerza, el partido Congreso para la República, de centro izquierda. Así, en la futura Asamblea Constituyente, que tendrá 217 escaños, los islamistas de En Nahda ocuparán 90 lugares; el Congreso para la República tendrá 30 asientos; y Ettakatol, la tercera fuerza más votada, 21 escaños.

Y aquí parece haber otro elemento que da una pauta del nuevo comportamiento del electorado: además de la sorpresa de la clara mayoría de En Nahda, las principales fuerzas de oposición son partidos que no hicieron campaña contra el islamismo. En cambio, la oposición tradicional, que sigue repitiendo el viejo argumento de que no hay islamismo moderado posible, y que hay que parar a los religiosos de cualquier manera, porque detrás de ellos vendrán los barbudos a lo talibán y la imposición de la “sharia”, fueron censurados por el voto popular. Las dos principales agrupaciones del frentismo anti islamista, el Partido Democrático Progresista (17 escaños), y el Polo Democrático (5 escaños), han sufrido un castigo en las urnas.

Además de la contundente victoria en las opciones políticas generales –esto es, sobre el rumbo y las formas que debería adoptar el Estado a partir de ahora- los islamistas de En Nahda han demostrado su inserción en todos los estratos sociales, y su llegada a los diferentes agregados geográficos, lo que también termina con el preconcepto de que las ciudades –donde se concentran los sectores más educados de la población- eran laicistas, y que la adhesión a opciones políticas vinculadas a la religión estaba relegada a las zonas rurales, más pobres, tradicionalistas y conservadoras. En Nahda, por el contrario, fue el partido más votado en todas las circunscripciones electorales, incluyendo algunas de la ciudad de Túnez, la cosmopolita capital, que se consideraba el terreno político de la oposición socialdemócrata laica.

Que un partido que proclama claramente su adscripción islámica haya sido la opción elegida por los sectores progresistas, en detrimento de las fuerzas usuales de la centro izquierda, tiene mucho que ver con las maneras en que En Nahda articuló su discurso, en el espacio de poco más de medio año. El hecho de que haya aceptado sin restricciones la imposición de paridad de género en las listas electorales, las referencias permanentes al “modelo turco”; las posturas conciliadoras con los sectores que estuvieron más cerca del régimen de Ben Ali; la seguridad de que el modelo de desarrollo y de que la economía de mercado no serán cuestionados; y una manifiesta relación de cooperación con Occidente; han terminado por alejar el fantasma de los barbudos a lo talibán, y de convencer a la mayoría de tunecinos que la coexistencia entre régimen democrático y republicano moderno, con preceptos religiosos y usos y costumbres que hacen a su identidad, es factible.

Las elecciones de fines de octubre cierran la “revolución de los jazmines”, y abren una nueva etapa, la de transición hacia un sistema democrático en el marco de un Estado de derecho. Si los islamistas moderados tunecinos consiguen conducir ese tránsito, estaremos ante un fenómeno realmente novedoso de la política internacional, y ante todo un nuevo escenario de posibilidades para Medio Oriente y el Magreb.

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[Hoy Día Córdoba – Periscopio  – Magazine – viernes 4 de noviembre de 2011]

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Rusia y el emirato del Cáucaso (28 01 11)

Rusia y el emirato del Cáucaso

por Nelson Gustavo Specchia

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El lunes 24 de enero, el aeropuerto ruso de Domodédovo fue blanco del terrorismo separatista islámico del Cáucaso Norte, la inestable franja meridional que viene generando una espiral de violencia que impacta en todos los capítulos de la agenda política de la dupla Putin-Medvédev, especialmente la imagen exterior de Rusia, que la élite dirigente está empeñada en reconstruir.

El presidente Dmitri Medvédev tenía lista las maletas para salir hacia Suiza, al Foro Económico Mundial de Davos, donde se sentará en civilizadas mesas de café con unos cien empresarios, a los que intentará mostrar que la transformación de la economía rusa la ha convertido en un buen negocio para ellos. Mostrarles, en suma, que esta modernización –junto a los ingentes recursos naturales y a la mano de obra capacitada y barata- es una oportunidad de oro para el gran capital.

La estrategia de Medvédev es convertir a Moscú en un centro financiero mundial. Para ello, debe mostrar que la modernización que él representa debe ser más importante al momento de decidirse a traer el dinero a la capital rusa, que las críticas a la poca independencia de sus jueces, como acaba de confirmarlo la segunda condena al opositor Mikhail Jodorkovski, el ex presidente de la petrolera Yukos enfrentado a Putin. O más importante que el asesinato de disidentes, como el balazo en la cabeza a la periodista Anna Politkóvskaya, o el que acabó con la integrante de la ONG “Memorial”, Natalia Estemírova, entre tantos otros. O más importante que el medievalismo represivo de sus cárceles, donde los desafectos del régimen siguen encontrando misteriosamente la muerte, como la empresaria Vera Trifónova en abril del año pasado. Y, por supuesto, asegurarles a los grandes inversores que el terrorismo de los fundamentalistas islámicos está controlado por el puño de hierro del Kremlin.

La bomba en Domodédovo viene a mostrar, con la objetiva y brutal evidencia de sus 35 muertos y sus más de 130 heridos, que el discurso modernizante del presidente Medvédev tiene muy claros y precisos límites. Y que el separatismo islamista del borde sur, que persigue cortar con la dominación del centralismo ruso e instaurar un emirato en el Cáucaso, permanece operativo y fuerte. Y que cumple con aquella promesa de hielo que le hicieran a Vladimir Putin cuando éste mandó al ejército a reprimir a las guerrillas musulmanas a sangre y fuego: llevar la guerra al corazón de Rusia.

Sin compasión

La guerra prometida a Putin por los milicianos caucásicos es devastadora. Barata en recursos, impredecible, y enormemente letal. Los daños físicos son relevantes, pero el impacto en la sensación de inseguridad y la imagen externa de todo el sistema, crecen exponencialmente.

El lunes pasado, en Domodédovo, dos personas, un hombre de aspecto árabe (su cabeza, separada del cuerpo por la explosión, fue encontrada por los policías) y una mujer cubierta de negro fueron quienes llevaron las maletas con los cinco kilos de trilita, un potente explosivo, y pedazos de metal que volaron en todas las direcciones, matando a discreción.

Apenas un par de semanas atrás, el 31 de diciembre, una mujer murió al explotarle el paquete de explosivos que preparaba para hacerlo estallar en un club moscovita. La banda de chechenos que se descubrió a raíz de este fallido atentado, estaría también implicada en el ataque al aeropuerto.

También fueron mujeres musulmanas, esposas o madres o hijas de guerrilleros del Daguestán caucásico (las ya conocidas como “viudas negras”), las que el 29 de marzo de 2010 hicieron estallar sus cuerpos en el atestado metro de Moscú. Entonces las víctimas fueron 40, civiles que hacían el trayecto entre sus casas y el trabajo por el transporte público, un medio utilizado por unos cinco millones de rusos todos los días. Doku Umárov, “el emir del Cáucaso”, reivindicó el atentado y prometió más sangre. Esta semana volvió para cumplir con su palabra.

El sueño del Emirato

¿Podría, realmente, instalarse una teocracia islamista, regida por la “sharia”, en el borde meridional de Rusia, que Moscú siempre ha considerado una zona vital para su seguridad interna? La respuesta, por donde se la mire, ha sido rechazada contundentemente por la élite dirigente rusa. Y desde los tiempos de los zares.

La reacción a los alardes independentistas del Cáucaso desde el centralismo administrativo de la “Madre Rusia” ha sido, a lo largo de la historia, brutal. La última etapa se abrió con la colonización de Chechenia, Ingushetia y Daguestán, en sucesivas guerras de expansión durante el siglo XIX. La mano dura con el sur se mantuvo durante la crisis imperial, la Revolución, y la instauración de la Unión Soviética, pero comenzó a resquebrajarse con el fin del comunismo, en la última década del siglo pasado.

El desmembramiento soviético, junto a la tradicional postergación económica y la corrupción endémica de los delegados de Moscú en el sur, terminó por reavivar la llama latente del radicalismo islamista, y volvió el sueño del Emirato. La chispa se prendió en Chechenia, y el Kremlin –a la sazón ocupado por Boris Yeltsin- apeló a la receta tradicional: envió a los soldados. Estalló así una guerra desigual y con final inesperado, el otrora imponente ejército ruso fue derrotado, en 1996, por los campesinos musulmanes de la remota y paupérrima Chechenia. Envalentonados, los islamistas comandados por Shamil Basáyev invadieron Daguestán, y Basáyev proclamó el califato, que abarcaba a Kabardino-Balkaria y Karachayevo-Cherkesia, prácticamente todo el Cáucaso.

Cuando Vladimir Putin reemplazó a Yeltsin y a sus vahos de vodka, volvió a desplegar la teoría del control de los bordes como garantía de la seguridad interna de Rusia, organizó el ejército y lo lanzó, en 1999, sin clemencia contra el califato proclamado por Basáyev. La  segunda guerra de Chechenia terminó –de momento- con el sueño del Emirato, e impuso en toda la zona una administración afín a Moscú, encabezada por Ramzán Kadírov.

Con Kadírov y su pandilla de ladrones la corrupción ha vuelto a hacer estragos en el Cáucaso Norte, con unos índices de desempleo alarmantes, y sin prácticamente ninguna salida aceptable en el mediano plazo.

El reemplazo de Putin por su delfín, Dmitri Medvédev, en la presidencia rusa, sólo ha profundizado el modelo. Moscú envía enormes sumas de dinero público para financiar al gobierno títere (casi no hay alternativas a un empleo oficial), pero estas remesas se distribuyen, en un porcentaje alto, al interior del clan de Kadírov.

En este marco, el renacimiento, una vez más, del sueño del Emirato toma más fuerza cada día que pasa. Los desempleados –especialmente los jóvenes, y quienes tuvieron la experiencia en carne propia de la represión rusa- se unen al movimiento independentista, que ya es indisoluble de la causa religiosa. Todos son guerrilleros islamistas, inflamados por la retórica salvífica de los imanes, y prestos a ofrecerse como voluntarios para los atentados suicidas que lleven la guerra “al corazón de Rusia”.

El heredero de Shamil Basáyev, Doku Umárov, ha asegurado que los atentados continuarán hasta que Moscú acepte el califato.

Dmitri Medvédev quiere ofrecer una imagen moderada, actual y occidentalizada del gigante ruso. Cada vez más integrado a Europa, y en diálogo vís-a-vís con Washington. Vladimir Putin, que instaló a Medvédev en el cargo, pero al que seguramente intentará volver en las elecciones de 2012, quiere que su poder se sienta, alto y claro, sin disputas internas. Y que Rusia vuelva a ser la potencia hegemónica que fue durante casi todo el siglo XX.

Habrá que ver si los sueños premodernos de una paupérrima guerrilla étnica y teocrática, no frustran los planes de ambos.

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nelson.specchia@gmail.com

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Sudán, desgarrado y dividido

Sudán, desgarrado y dividido

por Nelson Gustavo Specchia

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En el corazón del África oriental, una gigante extensión de tierra, feraz en gran parte, desértica por tramos, abrumadoramente pobre en cada rincón y víctima de esa violencia primigenia que se despierta cuando los viejos odios se encuentran con armas automáticas en la mano, se extiende a un lado y al otro de los brazos nacientes del río Nilo.

El río no es aquí el inmenso caudal que baña los valles de Egipto, cuando se apresta a desembocar en el Mediterráneo, sino dos cursos más discretos –aunque este adjetivo es conjetural, siendo los tamaños en África tan excesivos- que toman el nombre de los colores del amanecer: el Nilo Azul, que los locales pronuncian Abbai Wenz, que viene desde las fuentes etíopes del Lago Tana; y el Nilo Blanco (en árabe: al-Nahr al-Abyad), que hunde sus raíces en las entrañas del continente y se une con el otro brazo en el centro de Sudán. Allí, en esa confluencia de aguas míticas, se levanta la capital de ese inmenso país, el más grande de todo el continente africano: Khartum, la “trompa de elefante”.

Esta ciudad dejará de ser desde esta semana la capital del país más grande de África, porque el país mismo habrá desaparecido, si todo sale como se espera que salga, y el plebiscito que se ha desarrollado termina imponiendo la partición.

La división del Estado en dos nuevas unidades políticas, dejando de lado las artificiales líneas coloniales que marcaron las fronteras durante la “rebatiña de África”, y reagrupándose según criterios raciales, de ascendencia tribal y de confesión religiosa. También, y este puede ser el elemento que venga a golpear el tablero a últimos momento, en dos zonas de desiguales reservas de recursos naturales.

CONDICIONES PARA LA PAZ

Las divisiones de unidades políticas mediante secesiones de regiones internas nunca son buenas noticias a priori. Cuando se arguyen motivos de raza o religión, la noticia no mejora, sino, al contrario, agrava las consideraciones sobre los motivos que llevaron al fracaso de la convivencia.

Y cuando existen fundadas sospechas de intereses extranjeros y apetitos por los recursos naturales, la mala noticia se convierte en pésima. Ver África saltando en pequeños trozos tribales sería una catástrofe.

Pero estas consideraciones generales, que hemos sostenido en el pasado en referencia a la secesión de Kosovo de Serbia fundada en razones étnicas; o de la soberanía española sobre las ciudades marroquíes de Ceuta o Melilla; o inclusive sobre las pretensiones de separación de sus países de los enclaves de Gibraltar o de las Islas Malvinas por parte de Gran Bretaña, estas consideraciones generales, digo, deben prudentemente balancearse cuando la crisis interna de coexistencia atenta contra la vida y la integridad de sus habitantes. O sea, cuando la separación es la última condición para alcanzar y mantener la paz social.

HISTORIA DE SANGRE

Lograr y mantener la paz en una equilibrada vecindad parece ser el objetivo. Allí la diferenciación, rivalidad y enfrentamiento entre el Norte y el Sur encontrarían alivio después de una historia que nunca fue fácil, desde que las potencias coloniales europeas impusieron sus criterios.

El Sudán tuvo su independencia, impulsada por el proceso de descolonización de las Naciones Unidas, y se separó de la metrópoli colonial británica en 1956. Los administradores coloniales ingleses habían tenido tradicionalmente un trato diferenciado con ambas regiones, en un virtual reconocimiento de que el Norte y el Sur constituían entidades políticas y sociales distintas.

Sin embargo, hacia 1940 cambiaron caprichosamente de criterio y decidieron unirlos. El centro colonial había estado en “la trompa de elefante”, Khartum, por lo que el Norte terminó, en el nuevo país independiente, imponiéndose al Sur, e intentó generalizar la “sharia” (ley religiosa islámica). El Sur se rebeló.

Dos elementos destacaban en esa radical diferenciación. Las poblaciones del Norte –desértico y arenoso- estaban integradas por colectivos sociales de ascendencia egipcia y árabe, y habían sido culturizados en la religión islámica desde la gran expansión mahometana del siglo VII.

Por su parte, el Sur –tropical y boscoso- era mayoritariamente negro (unas 150 tribus diferentes), y conservaba la fe cristiana desde los antiquísimos tiempos del Reino de Nubia (mediados del siglo IV), o bien los rituales animistas de las tribus selváticas. O una desigual mezcla sincrética de ambos.

La forzada convivencia entre los dos pueblos decantó en una larga y sangrienta guerra civil, que estalló apenas los ingleses abandonaron Khartum y se alargó, con pocos años de pausa, hasta 2005.

Aunque es muy difícil calcular las bajas que tan extenso conflicto puede haber causado en una región tan vasta y tan lejana, se asume que la guerra entre el Norte musulmán y el Sur cristiano dejó un saldo de más de dos millones de muertos y cerca de tres millones de desplazados.

Más allá de los muertos, la historia contemporánea ha dejado un territorio desolado: en el Sur, el 90 por ciento de los cerca de nueve millones de habitantes sobrevive con menos de un dólar al día, el 85 por ciento de la sociedad es analfabeta, y un tercio de ella sufre de hambre crónica, según las cifras de la ONU.

LOS NUEVOS AMOS

Tras esa desgarrada historia de un desencuentro fatal, la pregunta que flotó durante toda esta semana del referéndum independentista es cuán independientes podrán ser los sudaneses del Sur, con una de las mayores reservas petrolíferas en su subsuelo y sin prácticamente ningún recurso en ahorros o en infraestructura para extraerlo, refinarlo y comercializarlo.

En Khartum, el presidente Omar al Bachir, un paracaidista formado en Egipto, que combatió en la guerra del Yon Kippur contra Israel y que ocupa el poder tras el golpe de Estado islamista de 1989, acaba de ser acusado por el fiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, de desviar unos 9.000 millones de dólares procedentes de las regalías petroleras hacia sus cuentas en bancos británicos.

La Corte también lo busca por genocidio y crímenes de lesa humanidad cometidos en Darfur; y Al Bachir ha asegurado que respetará el referéndum, pero que si los del Sur se quieren quedar con el petróleo de la región de Abyei, la guerra podría volver.

Las instituciones multilaterales, la Unión Europea, la ONU, y –fundamentalmente- el presidente Barack Obama, respaldan la consulta plebiscitaria y, por elevación, la separación de Sudán del Sur en un nuevo Estado. Obama declaró, a mediados de diciembre pasado, que Sudán era una de las prioridades de su gobierno en materia de política exterior, y así se lo hizo saber a los mandatarios de Egipto, Libia, Nigeria y Sudáfrica, que pueden tener una voz determinante en la región.

Y entre tanto ruido y tantas declaraciones, Pekín guarda silencio. China tiene en África la meta de mayor calado de toda su estrategia exterior: de aquí pueden venir los ingentes recursos que necesita para seguir creciendo al ritmo vertiginoso que lo ha hecho en la última década.

Las inversiones chinas son múltiples y variadas, casi no dejan rubro sin incursionar, pero de todas ellas el petróleo es el más preciado.

Las exportaciones del crudo que sale de los pozos (es el tercer mayor productor de petróleo en el África subsahariana, y más del 80 por ciento de las reservas conocidas están en el Sur), cruza Sudán en los oleoductos hacia el Norte, y deja el país por los puertos del mar Rojo.

La mayor parte de esas exportaciones se dirigen a China y en barcos chinos.

Y además de ser el principal inversionista y socio comercial de Sudán, el régimen comunista de Pekín ha provisto de todas las armas que el gobierno de Omar al Bachir ha requerido en los últimos años.

Hillary Clinton ha dicho que Sudán es una bomba de tiempo. ¿Dónde estará guardado el detonador de esa bomba, que llevaría a una nueva guerra civil entre ambas comunidades? ¿En Khartum? ¿En Washington? ¿En Pekín?

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nelson.specchia@gmail.com

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Mujer, género y lapidaciones (20 08 10)

Mujer, género y lapidaciones

por Nelson Gustavo Specchia

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La globalización es un fenómeno de múltiples dimensiones. Si el realismo político veía al mundo como una mesa de billar, donde las bolas (los Estados) eran pocas y los bordes de la mesa estaban claros y definidos, la posmodernidad cambió todo eso. La imagen del mundo de nuestros días es la de una red neuronal, con múltiples centros interconectados por diversos canales. Lo que circula por ese sinfín de canales es información. Casi no quedan rincones del mundo –de pronto abierto y cercano- adonde no llegue esa impresionante red que crece a cada momento.

Así, aquellos ámbitos que los Estados se reservaban a su arbitrio soberano ahora son traspasados constantemente. La guerra es un fenómeno trasmitido en directo por CNN, los secretos –hasta los del primer ejército del mundo- son develados por la web y las tradiciones son puestas ante la escrutadora mirada de la globósfera, que por la misma red se moviliza, y logra –en algunos casos- torcer el duro brazo de los prejuicios y los tabúes. De momento, sólo en algunos casos.

SER MUJER EN IRÁN

Este cambio es el que ha enmarcado el caso de la mujer iraní Shakine Mohammadí Ahstiani, y ha logrado –aunque sólo sea de momento- detener su muerte, por la vía de golpearla con piedras hasta que se desangre, en una sádica agonía que busca defender principios culturales, pero que sólo es la manifestación de resabios de salvajismo e intolerancia machista. Le ejecución de Shakine por lapidación ha sido postergada por el régimen iraní, presionado por la inédita y masiva reacción mundial expresada en la red. Sólo postergada. Quizá las instancias judiciales sólo cambien la lapidación por la ejecución ordinaria: el ahorcamiento con soga desde el cuello del condenado.

Tomar el caso de Shakine como uno de los indicios de la nueva política internacional, también implica asumirlo desde una mirada puesta en el género, porque todo el proceso contra ella está teñido de elementos que sólo pueden explicarse desde allí, desde una perspectiva analítica que asuma las inequidades de género como criterio explicativo. Los análisis desde el género no se limitan a las discusiones sobre el uso del pañuelo en los edificios públicos por las mujeres turcas, la prohibición del “shador” a las niñas musulmanas en las escuelas españolas, o la prohibición del “burkha” en toda Francia. Mirar la realidad internacional desde la perspectiva de género va mucho más allá de las disposiciones políticas sobre la vestimenta. Porque Shakine está en vilo de ser muerta a pedradas (o colgada) por varias razones, pero por sobre todas las cosas, por el hecho de ser mujer.

Shakine Mohammadí Ahstiani tiene hoy 43 años, dos hijos, y está viuda. Forma parte de una minoría étnica en Irán, los azeríes, que habitan en zonas rurales poco desarrolladas y hablan un dialecto turcófono que tiene pocas similitudes con el persa oficial y mayoritario. En 2006 entró en prisión acusada de haber mantenido relaciones sexuales con el hombre que había matado a su marido. No se presentaron testigos, pero igual la mujer fue condenada a recibir 99 latigazos, que ya entonces estuvieron a punto de matarla. Aunque el juicio concluyó y la condena se cumplió, otro juez aún más riguroso decidió reabrir su caso, y consideró que aquella “relación ilícita” con el supuesto asesino de su marido se había dado ya en vida de éste, por lo cual el delito de Shakine era mucho más grave que el de complicidad en un asesinato: ahora se la acusaba de adúltera. Desde 2006 no deja la cárcel.

No importó que tampoco en este segundo juicio (sobre cosa juzgada) hubiera testigos, y que la mujer dijera que la confesión le había sido arrancada bajo tortura y negara todos los cargos. Tampoco importó que implorara clemencia. Los estrictos jueces apelaron a la “sharia” –las normativas judiciales islámicas de base religiosa- y la condenaron a morir a pedradas.

LEY E INTERESES

Cuando el ayatollah Ruhollah Khomeini regresó desde su exilio francés y encabezó la revolución islámica que derrocó al sha de Persia, Mohammed Reza Pahlevi, entre las novedades del nuevo régimen figuró el reemplazo del moderno código penal persa por un conjunto de normas directamente vinculas a la tradición jurídica musulmana. Una tradición inspirada –aunque este sea uno de los puntos más conflictivos- en el Corán. Toda una corriente interpretativa dentro del Islam niega que castigos como los impuestos a Shakine puedan tener asidero en ninguna de las “azoras” del libro sagrado, y achacan esa lectura rigorista del texto divino revelado a Mahoma al carácter conservador de la versión chiíta del régimen iraní.

Más allá de estos debates, objetivamente el código penal vigente en la República Islámica de Irán desde 1979 regula, como castigo del delito de adulterio, la muerte por lapidación. Aunque toma algunas precauciones, tales como que el adulterio debe probarse por el testimonio de cuatro testigos (hombres que tendrían que haber presenciado el acto, viendo el coito “hasta el punto de que no se pudiese pasar un hilo” entre los presuntos adúlteros), el código penal avanza en detalle sobre las maneras en que la adúltera debe morir. Entre los artículos 98 al 107, indica que se debe enterrar a la condenada en un pozo cavado en el suelo, cubriendo su cuerpo con tierra hasta por encima de los senos; y en el artículo 104 se regula el tamaño de los proyectiles: las piedras deben ser medianas, ni tan grandes como para que la maten rápido, ni tan pequeñas como para que no le causen heridas.

Y aquella imagen de “que quien esté libre de culpa arroje la primera piedra” no tiene lugar aquí. El código penal es preciso hasta en ese sentido: los testigos que presenciaron el adulterio deben arrojar las primeras piedras, el juez que dictó la condena a muerte, las segundas. Tras ellos, los demás varones del público presente (el código establece que, como mínimo, debe haber tres apedreadores entre los espectadores). Los sucesivos y lentos golpes en el pecho, cuello y cabeza de la mujer causarán una lerda agonía, hasta que la hemorragia de las heridas provoque su muerte.

LA TRADICIÓN Y LA RED

Cuando ya se le habían acabado todas las instancias de apelación, Mohammad Mostafaeí, el abogado de Shakine, subió el caso a la red. Y esta nueva herramienta planetaria respondió masivamente. Las organizaciones defensoras de derechos humanos generaron campañas, pero además de ellas, múltiples organizaciones no gubernamentales y particulares integraron espontáneamente un movimiento de presión que llegó a las máximas instancias políticas, diplomáticas y religiosas.

El abogado tuvo que huir y pedir asilo en Europa. Al mismo tiempo, la televisión pública iraní organizó una poco sutil auto acusación de Shakine, donde la mujer dijo frente a las cámaras desconocer a su abogado, reconoció su culpa en todos los delitos por los que se la acusa, y criticó la “injerencia occidental” en su causa. Pero tan grotesca puesta en escena no frenó la avalancha. Al contrario, sacó a la luz mayores precisiones, como la existencia de un “corredor de la muerte”, donde al menos otras ocho mujeres esperan su turno para ser lapidadas; o que los jueces más conservadores sigan ejecutando este tipo de condenas, a pesar del compromiso en sentido contrario del gobierno de Mahmmoud Ahmadinejad con sus socios occidentales. Este mismo año, en enero, una mujer habría muerto lapidada en la ciudad de Mashhad.

El presidente brasileño Lula da Silva sufrió en carne propia la presión de la red global. Los internaturas le pedían que, dada su relación de especial cercanía con Ahmadinejad y su gobierno, intercediera por Shakine. En un primer momento Lula se negó, dijo que no podía solicitar a otros líderes que ignoren las leyes de sus países. Pero luego, cuando la avalancha ya era imparable en todo el mundo, utilizó unas declaraciones a una radio en Curitiba para “apelar a su amigo” Ahmadinejad, y le solicitó que le permitiera que Brasil le concediese asilo político a la mujer. La cancillería brasileña entera, con Celso Amorín a la cabeza, se puso en movimiento en ese sentido. En cambio, el presidente de Irán cortó por lo sano, le respondió a Lula por televisión: Shakine no irá a Brasil, ni a ningún lado.

El gobierno de Mahmmoud Ahmadinejad y todo el régimen de los ayatollahs iraníes se asienta en la tradición. El caso de Shakine Mohammadí Ahstiani pone en evidencia la puja entre aquellos principios tradicionales asegurados por la antigua soberanía de los Estados, y el control y la capacidad de influencia de la sociedad civil mundial en un escenario de alta interconectividad. La manera en que el caso se resuelva también mostrará las tendencias de este nuevo tiempo internacional.

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