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Rusia y el emirato del Cáucaso (28 01 11)

Rusia y el emirato del Cáucaso

por Nelson Gustavo Specchia

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El lunes 24 de enero, el aeropuerto ruso de Domodédovo fue blanco del terrorismo separatista islámico del Cáucaso Norte, la inestable franja meridional que viene generando una espiral de violencia que impacta en todos los capítulos de la agenda política de la dupla Putin-Medvédev, especialmente la imagen exterior de Rusia, que la élite dirigente está empeñada en reconstruir.

El presidente Dmitri Medvédev tenía lista las maletas para salir hacia Suiza, al Foro Económico Mundial de Davos, donde se sentará en civilizadas mesas de café con unos cien empresarios, a los que intentará mostrar que la transformación de la economía rusa la ha convertido en un buen negocio para ellos. Mostrarles, en suma, que esta modernización –junto a los ingentes recursos naturales y a la mano de obra capacitada y barata- es una oportunidad de oro para el gran capital.

La estrategia de Medvédev es convertir a Moscú en un centro financiero mundial. Para ello, debe mostrar que la modernización que él representa debe ser más importante al momento de decidirse a traer el dinero a la capital rusa, que las críticas a la poca independencia de sus jueces, como acaba de confirmarlo la segunda condena al opositor Mikhail Jodorkovski, el ex presidente de la petrolera Yukos enfrentado a Putin. O más importante que el asesinato de disidentes, como el balazo en la cabeza a la periodista Anna Politkóvskaya, o el que acabó con la integrante de la ONG “Memorial”, Natalia Estemírova, entre tantos otros. O más importante que el medievalismo represivo de sus cárceles, donde los desafectos del régimen siguen encontrando misteriosamente la muerte, como la empresaria Vera Trifónova en abril del año pasado. Y, por supuesto, asegurarles a los grandes inversores que el terrorismo de los fundamentalistas islámicos está controlado por el puño de hierro del Kremlin.

La bomba en Domodédovo viene a mostrar, con la objetiva y brutal evidencia de sus 35 muertos y sus más de 130 heridos, que el discurso modernizante del presidente Medvédev tiene muy claros y precisos límites. Y que el separatismo islamista del borde sur, que persigue cortar con la dominación del centralismo ruso e instaurar un emirato en el Cáucaso, permanece operativo y fuerte. Y que cumple con aquella promesa de hielo que le hicieran a Vladimir Putin cuando éste mandó al ejército a reprimir a las guerrillas musulmanas a sangre y fuego: llevar la guerra al corazón de Rusia.

Sin compasión

La guerra prometida a Putin por los milicianos caucásicos es devastadora. Barata en recursos, impredecible, y enormemente letal. Los daños físicos son relevantes, pero el impacto en la sensación de inseguridad y la imagen externa de todo el sistema, crecen exponencialmente.

El lunes pasado, en Domodédovo, dos personas, un hombre de aspecto árabe (su cabeza, separada del cuerpo por la explosión, fue encontrada por los policías) y una mujer cubierta de negro fueron quienes llevaron las maletas con los cinco kilos de trilita, un potente explosivo, y pedazos de metal que volaron en todas las direcciones, matando a discreción.

Apenas un par de semanas atrás, el 31 de diciembre, una mujer murió al explotarle el paquete de explosivos que preparaba para hacerlo estallar en un club moscovita. La banda de chechenos que se descubrió a raíz de este fallido atentado, estaría también implicada en el ataque al aeropuerto.

También fueron mujeres musulmanas, esposas o madres o hijas de guerrilleros del Daguestán caucásico (las ya conocidas como “viudas negras”), las que el 29 de marzo de 2010 hicieron estallar sus cuerpos en el atestado metro de Moscú. Entonces las víctimas fueron 40, civiles que hacían el trayecto entre sus casas y el trabajo por el transporte público, un medio utilizado por unos cinco millones de rusos todos los días. Doku Umárov, “el emir del Cáucaso”, reivindicó el atentado y prometió más sangre. Esta semana volvió para cumplir con su palabra.

El sueño del Emirato

¿Podría, realmente, instalarse una teocracia islamista, regida por la “sharia”, en el borde meridional de Rusia, que Moscú siempre ha considerado una zona vital para su seguridad interna? La respuesta, por donde se la mire, ha sido rechazada contundentemente por la élite dirigente rusa. Y desde los tiempos de los zares.

La reacción a los alardes independentistas del Cáucaso desde el centralismo administrativo de la “Madre Rusia” ha sido, a lo largo de la historia, brutal. La última etapa se abrió con la colonización de Chechenia, Ingushetia y Daguestán, en sucesivas guerras de expansión durante el siglo XIX. La mano dura con el sur se mantuvo durante la crisis imperial, la Revolución, y la instauración de la Unión Soviética, pero comenzó a resquebrajarse con el fin del comunismo, en la última década del siglo pasado.

El desmembramiento soviético, junto a la tradicional postergación económica y la corrupción endémica de los delegados de Moscú en el sur, terminó por reavivar la llama latente del radicalismo islamista, y volvió el sueño del Emirato. La chispa se prendió en Chechenia, y el Kremlin –a la sazón ocupado por Boris Yeltsin- apeló a la receta tradicional: envió a los soldados. Estalló así una guerra desigual y con final inesperado, el otrora imponente ejército ruso fue derrotado, en 1996, por los campesinos musulmanes de la remota y paupérrima Chechenia. Envalentonados, los islamistas comandados por Shamil Basáyev invadieron Daguestán, y Basáyev proclamó el califato, que abarcaba a Kabardino-Balkaria y Karachayevo-Cherkesia, prácticamente todo el Cáucaso.

Cuando Vladimir Putin reemplazó a Yeltsin y a sus vahos de vodka, volvió a desplegar la teoría del control de los bordes como garantía de la seguridad interna de Rusia, organizó el ejército y lo lanzó, en 1999, sin clemencia contra el califato proclamado por Basáyev. La  segunda guerra de Chechenia terminó –de momento- con el sueño del Emirato, e impuso en toda la zona una administración afín a Moscú, encabezada por Ramzán Kadírov.

Con Kadírov y su pandilla de ladrones la corrupción ha vuelto a hacer estragos en el Cáucaso Norte, con unos índices de desempleo alarmantes, y sin prácticamente ninguna salida aceptable en el mediano plazo.

El reemplazo de Putin por su delfín, Dmitri Medvédev, en la presidencia rusa, sólo ha profundizado el modelo. Moscú envía enormes sumas de dinero público para financiar al gobierno títere (casi no hay alternativas a un empleo oficial), pero estas remesas se distribuyen, en un porcentaje alto, al interior del clan de Kadírov.

En este marco, el renacimiento, una vez más, del sueño del Emirato toma más fuerza cada día que pasa. Los desempleados –especialmente los jóvenes, y quienes tuvieron la experiencia en carne propia de la represión rusa- se unen al movimiento independentista, que ya es indisoluble de la causa religiosa. Todos son guerrilleros islamistas, inflamados por la retórica salvífica de los imanes, y prestos a ofrecerse como voluntarios para los atentados suicidas que lleven la guerra “al corazón de Rusia”.

El heredero de Shamil Basáyev, Doku Umárov, ha asegurado que los atentados continuarán hasta que Moscú acepte el califato.

Dmitri Medvédev quiere ofrecer una imagen moderada, actual y occidentalizada del gigante ruso. Cada vez más integrado a Europa, y en diálogo vís-a-vís con Washington. Vladimir Putin, que instaló a Medvédev en el cargo, pero al que seguramente intentará volver en las elecciones de 2012, quiere que su poder se sienta, alto y claro, sin disputas internas. Y que Rusia vuelva a ser la potencia hegemónica que fue durante casi todo el siglo XX.

Habrá que ver si los sueños premodernos de una paupérrima guerrilla étnica y teocrática, no frustran los planes de ambos.

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nelson.specchia@gmail.com

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