Europa, barbas en remojo
por Nelson Gustavo Specchia
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Advertía el refranero de nuestras abuelas que cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar. Cuando los tiempos de las afeitadoras eléctricas y de las cuchillas descartables dejaron obsoleta la advertencia, el refrán popular se mantuvo, para aplicárselo a aquellas situaciones donde la precaución prima sobre la valentía y el arrojo, e inclusive para cuando el exceso de cuidado se acerca peligrosamente a la cobardía. En este último sentido, las barbas políticas europeas llevan meses humedeciéndose en las tibias aguas del remojo, y la situación es aún más sorprendente cuando lo que a todas luces exige el momento son actos de valentía cívica, de decisiones arriesgadas por parte de las élites y de las primeras líneas de los partidos políticos. En cambio, la actitud de inmovilismo y de precavida expectación de la sociedad política frente a la crisis económica termina otorgándole las mejores condiciones para perpetuarse. Nadie se mueve para que la crisis no llegue, y la crisis llega porque nadie se mueve.
NAVAJAS PROPIAS Y AJENAS
El primer vecino a quién afeitaron sin anestesia en el conjunto de países de la unión monetaria (la “eurozona”) fue Grecia. A comienzos de 2010, la economía helena comenzó a dar señales de que necesitaría medidas valientes y solidarias de los demás socios europeos. El gobierno socialdemócrata de Giorgios Papandreu, que había tomado las riendas de las islas en octubre del año anterior, anunció que las estadísticas oficiales estaban falseadas: el déficit público no era del 3,7 por ciento, como la administración anterior había informado a Bruselas (sede política y administrativa de la Unión Europa), sino del 13 por ciento. Y que Grecia no tenía recursos propios para hacer frente a ese agujero.
Y aquí apareció la sorpresa. En lugar del esperado rescate de la comunidad, que debería haber sido la respuesta natural, dados los objetivos fundacionales de la integración de Europa, cada país empezó a cerrarse en sí mismo y a poner las barbas en remojo. Desde los grandes –Alemania y Francia- salieron, inclusive, respuestas duras. Algunos diputados llegaron a sugerir que el gobierno griego vendiera alguna de las paradisíacas islas del Mediterráneo para juntar recursos y pagar sus deudas. Y entre los pequeños, los de economías intermedias que comparten algunas características estructurales con la griega –España, Irlanda y Portugal- cundió el pánico. Y sin esperar siquiera a los barberos del FMI, los gobiernos de estos países (a la sazón, también socialistas en la península ibérica) se largaron a la carrera de los ajustes, compitiendo a ver cuál es más liberal y ortodoxo, para alejarse cuanto fuera posible del “fantasma griego”: recesión, achicamiento del gasto social, ataque de los mercados que encarecen el endeudamiento público, y, por supuesto, las reacciones sociales a todo ello, que en Atenas ya llevaban varios muertos.
EL ESPÍRITU COMUNITARIO
La reacción de los Estados tomados individualmente, en todo caso, no es extraña. Tanto en los grandes como en los medianos el sentimiento “nacional” siempre prima sobre las concesiones parciales de soberanía que se hayan realizado al proceso de integración. En definitiva, como desde los albores de la modernidad occidental, la “raison d’Etat” sigue siendo la consideración principal de todo gobierno: los intereses del Estado sobre la moral individual y sobre cualquier instancia supranacional.
Pero si esta reacción cuidadosa y conservadora puede entenderse en el plano de actuación individual de los países que integran la Unión Europa, es más difícil explicarla en la actitud de los funcionarios y agentes superiores de la propia institución comunitaria.
La primitiva Comunidad del Carbón y del Acero, entre Francia y Alemania recién desmovilizadas después de la más grande y criminal guerra entre ambos ejércitos; la Declaración Schuman para impulsar la cooperación entre los antiguos enemigos; luego la Euratom en los inicios de la carrera nuclear y en plena Guerra Fría; la Comunidad Económica; los múltiples procesos de ampliación que fueron extendiendo las fronteras exteriores; la incorporación de la Europa del Este tras la disolución soviética; la constitución del Espacio Schengen con la eliminación de todos los controles fronterizos entre los países; y la propia instalación de la moneda única para la mayoría de los socios, fueron todos actos de gobierno de alto riesgo, impulsados y llevados adelante por una élite valiente y arrojada, que logró postergar los enconos históricos, nacionalistas, culturales, religiosos, regionales e ideológicos por la apuesta a un futuro común y superador.
La vieja foto de Konrad Adenauer, canciller de la Alemania derrotada, con medio país ocupado por la Unión Soviética y con Berlín saqueado, destruido y repartido entre las potencias vencedoras, y abrazando en aquel momento al general Charles de Gaulle, escribiendo la primera página de la nueva historia contemporánea de Europa, es de una generosidad y alcance de miras que las actuales conducciones políticas europeas no pueden ni aspirar.
Y, además, la construcción de la integración continental durante el último medio siglo no ha sido sólo discursiva y formalista, sino que se ha financiado mediante los fondos de compensación, donde los países ricos han solventado, con dinero de los impuestos de sus contribuyentes, el desarrollo de los Estados más pobres, para que éstos alcanzaran los estándares de homogeneización.
En síntesis: en el pasado los desafíos han sido sobradamente superiores a los que impone la actual crisis de los mercados financieros, y esos desafíos se han superado con valentía, asumiendo riesgos de largo plazo por parte de las élites gubernamentales. Y las herramientas de socorro económico y de redistribución de fondos entre los socios se han aplicado regularmente. Que no se apliquen ahora, o que nadie se atreva a tomar decisiones arriesgas y prefiera, en cambio, guardarse fronteras adentro poniendo las propias barbas en remojo, obedece a una crisis que supera lo económico, y alcanza la moral pública.
Y ENCIMA, HUNGRÍA
Dependiendo tanto los rumbos y las orientaciones del proceso de integración de las voluntades de los dirigentes, como acabamos de mostrar, el país que detente la presidencia rotatoria semestral del Consejo Europeo (la reunión de jefes de gobierno, donde reside efectivamente el poder decisional de la región) adquiere una importancia central.
Durante el agitado año 2010, la presidencia la ejerció España en el primer semestre, y Bélgica en la segunda mitad. José Luís Rodríguez Zapatero transitó su semestre tan mareado y confundido por la crisis, intentando por todos los medios que el “fantasma griego” no llegase a las costas catalanas, valencianas o andaluzas, que no tuvo tiempo de ocuparse de la Unión Europea; le dejó el trabajo a Herman Von Rumpuy, el conservador presidente permanente del Consejo. Luego, el segundo semestre le tocó a Bélgica, que pasa por un desgarrador momento de enfrentamiento entre las dos comunidades que integran el país, el norte flamenco y el sur francófono. Con los resultados electorales muy homogéneos, el jefe del Estado, el rey Alberto, no consigue desde hace meses que alguien se haga cargo de formar un gobierno que permanezca. ¿Quién, entonces, se ocuparía de dirigir los rumbos de la Unión Europea en un país que no logra ni siquiera definir su propio rumbo o formar su propio gobierno? Nadie, por supuesto. Y pasó otro medio año.
Desde el 1 de enero, las riendas de la Unión Europea han caído en manos del gobierno húngaro. En Budapest, el recién asumido gobierno de Viktor Orban, del partido de derecha Fidesz, ha asegurado que impulsará la prohibición del aborto, establecerá la definición del matrimonio como exclusiva unión entre hombre y mujer, reinstalará la censura sobre los medios de comunicación (con multas de más de 700.000 euros a diarios o webs que “ofendan la dignidad humana”), y aplicará un nuevo impuesto a las “empresas extranjeras” (esto es: europeas).
De un sólo golpe, Hungría –un socio reciente del proceso de integración, desde la ampliación de 2004- se carga el principio de igualdad de trato en el mercado interno de la Unión Europea, desconoce el acervo legislativo y judicial común, y se aparta de sus principales logros sociales y comunicacionales.
¿Podría esperarse de su semestre en la presidencia del Consejo Europeo decisiones valientes y arriesgadas para enfrentar la crisis que parece estancada en las tierras del Viejo Continente? Difícil.