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Ajustar las cuentas de Baltasar

AJUSTAS LAS CUENTAS DE BALTASAR

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por Nelson Gustavo Specchia

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Baltasar Garzón Real es abogado, español y socialista. Nació en 1955 en Jaén, Andalucía. De hogar humilde, trabajó de albañil, de mozo de restaurant y de empleado en una estación de servicio, con lo que se costeó sus estudios. Luego, se decidió por la carrera judicial. Una biografía interesante, pero que en sí misma se asemeja a muchas otras entre los hombres de su generación. Sin embargo, hoy Baltasar Garzón se ha convertido en un símbolo: su nombre concentra un punto de quiebre, de ruptura, que mueve a toda la clase política española, inclusive más allá de España. Y, de una forma inédita, a la sociedad civil, que parece haber entendido que con el “caso Garzón” se libra una batalla que excede un debate meramente jurídico, y mediante la enorme y horizontal difusión de los foros sociales de internet, se ha lanzado a tomar partido.

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En definitiva, lo que a través de la figura del juez Baltasar Garzón se discute es la índole de la guerra civil que partió en dos a España, la índole de la dictadura que surgió de ella y gobernó la península durante 40 años, y la índole de la transición ideada para salir de ella sin condenarla y tendiendo un gran manto de olvido sobre todo ese largo siglo y esas ciento cincuenta mil muertes, cuyos cadáveres siguen hoy desparramados por cunetas y hondonadas. Todo el “caso Garzón” podría resumirse en la pregunta de si los españoles de hoy están dispuestos a mirar de frente y a los ojos a su pasado, u optarán por pasar página, apostar al olvido y esperar que el bienestar europeo y las mieles del euro y del consumo terminen diluyendo en el imaginario colectivo las fosas comunes, las cunetas y las hondonadas donde se amontonan los huesos masacrados de miles, de cientos de miles de hombres y mujeres de una generación borrada.

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Las cuentas del juez

Baltasar Garzón hizo méritos para estar hoy en el centro de la picota. Desde temprano entendió que su carrera en la judicatura estaba llamada a tomar el toro por las astas, sin importar cuán ominoso fuera el peligro, los intereses políticos (propios y extraños) en juego, o las consecuencias para la alteración del statu quo judicial que conllevaran sus resoluciones.

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Ya a principios de los años noventa, se metió a investigar el tráfico de drogas que entraba a la península por las costas gallegas. Desde entonces data su enfrentamiento con un sistema de investigación judicial que consideraba débil, y que le ocasionó más de un tironeo, con colegas de la judicatura e inclusive con el presidente del gobierno, Felipe González. Nunca ocultó su preferencia por las ideas de izquierda ni su afiliación al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), pero no le tembló la mano para iniciar una exhaustiva investigación sobre los grupos ilegales de represión a la insurgencia de ETA, los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), afines al gobierno de Felipe. Los llevó a los tribunales y enjuició con ellos a la “guerra sucia” contra el terrorismo vasco. El juicio a los GAL llevó a que el PSOE perdiera las elecciones de 1996; Garzón era por entonces un ídolo de la derecha del Partido Popular, que llegó inclusive a mocionarlo para el premio Nobel.

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Hacia fines de los ’90 se concentró en los aparatos políticos que respondían, en el País Vasco, a la banda separatista de la Euskadi Ta Askatasuna (ETA), y llevó a la cárcel a más de 1.000 etarras y pro-etarras. Siguió sumando enemigos, y aplausos de la derecha nacionalista. Para la primera década del siglo XXI, interpretando desde su sillón de la Audiencia Nacional española la jurisdicción universal en delitos de genocidio, ordenó el arresto del general Augusto Pinochet, que se encontraba en ese momento en Gran Bretaña. La justicia inglesa finalmente decidió no extraditar a Pinochet, que terminó volviendo a Chile tras un período de arresto domiciliario en Londres, donde era asiduamente visitado por Margaret Thatcher. Pinochet logró esquivar el banquillo del juzgado de Garzón, pero desde esa orden del juez, los dictadores del mundo lo piensan dos veces antes de abandonar la protección de la soberanía de sus sufridos países.

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Con el mismo criterio, Garzón abrió juicio a los personeros de la dictadura argentina, y logró que algunos de sus cómplices y verdugos, que habían recalado en España tras el retorno a la democracia, fuesen apresados y juzgados (como fue el caso del ex funcionario del Proceso Adolfo Scilingo, que en 2005 fue sentenciado en Madrid a 640 años de cárcel).

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Pero en casa no

Con el curso de estas últimas investigaciones, la derecha española ya no estaba tan a gusto con el juez “estrella”. Pero, en todo caso, esas cuestiones de la jurisdicción universal y los delitos de genocidio pegaban fuera de las fronteras de España, en las remotas y subdesarrolladas pampas australes. Pero Baltasar Garzón decidió ser consecuente en sus disposiciones judiciales, y abrió la causa contra el franquismo y la guerra civil española, por genocidio. En definitiva, durante los cuarenta años de la dictadura comandada por el general Francisco Franco desaparecieron 113.000 personas, y se fusiló a otras 55.000, un número cinco veces más alto que la suma de los asesinados por las dictaduras chilena y argentina juntas. Y a diferencia de aquellas lejanas pampas sudamericanas, en España no hay un sólo responsable enjuiciado ni condenado.

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En 2008, con documentos provenientes de las parroquias rurales y de los archivos municipales, Garzón comenzó a confeccionar un censo de fusilados en masa y enterrados en las hondonadas comunes, a partir del golpe de Estado del general Franco y el derrocamiento de la República. A pesar de las leyes de amnistía decretadas durante la transición, el juez decidió declararse competente, y comenzó a ordenar la apertura de fosas. Para la derecha española fue demasiado; que lo hiciera con los de fuera, vaya y pase, pero en casa no. Como si esto fuera poco, Garzón abrió una investigación sobre la financiación ilegal al Partido Popular, la denominada “red Gürtel”, con innumerables cargos políticos implicados, desde presidentes autonómicos a senadores nacionales. Fue la gota que desbordó el vaso, y comenzó la operación derribo

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Una justicia feudal

Nadie, ni la prensa, ni los más eminentes juristas del mundo, ni las asociaciones de la sociedad civil, ni los ciudadanos de a pie pueden comprender cómo esos mismos tribunales que admitieron la jurisdicción universal y dieron señales de un nuevo tiempo en la persecución de delitos de lesa humanidad, ahora consientan en sentar en el banquillo de los acusados al juez que mejor y más claramente simboliza esa nueva dimensión de la justicia.

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La máxima instancia judicial española ha admitido a trámite tres causas contra Garzón. Una sobre la “red Gürtel”, precisamente. Otra sobre unos honorarios que habría percibido por dar clases en Estados Unidos. Pero la que de verdad cuenta es su investigación sobre el genocidio franquista. El novelista Javier Marías (autor de una obra monumental sobre la guerra civil, e hijo de uno de los mayores pensadores del siglo XX), en un artículo del domingo 2 de mayo sostiene que el hecho de que sea hoy Garzón el acusado, muestra cómo en España nunca se condenó al franquismo, y cómo el pensamiento ultraconservador enquistado en organizaciones como los tribunales de justicia –que constituyen un claustro cerrado- no permitirán que una condena de esas características prospere.

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Al juez lo acusan las asociaciones de abogados conservadores y una agrupación de ultraderecha llamada “Falange Española”, como se denominaba el movimiento fascista que sostuvo la dictadura de Franco. Y lo acusan de prevaricar, o sea, de dictar sentencias sabiendo que lo hace contrariando las leyes (no podría haberse abocado a investigar el franquismo, dicen, cuando la ley de amnistía de 1977 había cerrado esa vía). No es tan grave quién lo acuse, lo insólito es que el Tribunal Supremo admita las acusaciones y acepte juzgarlo.

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Pero todos saben –jueces, abogados, políticos, analistas, ciudadanos- todos sabemos que lo que se juzga en Garzón es otra cosa. “Una buena porción de España continúa siendo sociológica y anímicamente franquista, no se la ha enseñado a ser de otro modo”, concluye Marías. A más de 70 años de aquella brecha que partió a un pueblo por la mitad, los españoles deben elegir si enfrentan su pasado mediante una reparación ética a las víctimas, o permiten que con argucias burocráticas y consensos leguleyos, ajustándole las cuentas al juez Garzón se les escamotee ese derecho.

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En todo caso la vida –y la memoria es parte de la vida- siempre se abre paso. Esperemos.

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